miércoles, 13 de noviembre de 2013

Documento de Ravena entre las Iglesias Ortodoxa y Católica

COMISIÓN MIXTA INTERNACIONAL PARA EL DIÁLOGO TEOLÓGICO ENTRE LA IGLESIA CATÓLICA ROMANA Y LA IGLESIA ORTODOXA


CONSECUENCIAS ECLESIOLÓGICAS Y CANÓNICAS DE LA NATURALEZA SACRAMENTAL DE LA IGLESIA

COMUNIÓN ECLESIAL, CONCILIARIDAD Y AUTORIDAD

Rávena, 13 de octubre de 2007 []

Introducción

1. “Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.”(Jn 17,21). Agradecemos al Dios Trinidad que nos ha reunido –nosotros, miembros de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica romana y la Iglesia ortodoxa– a fin de poder responder juntos en obediencia a esta oración de Jesús. Somos conscientes del hecho de que nuestro diálogo se reanuda en un mundo que ha cambiado profundamente en estos últimos tiempos. Los procesos de secularización y de globalización, y el reto planteado por los nuevos encuentros entre cristianos y creyentes de otras religiones, exigen que los discípulos de Cristo den testimonio de su fe, de su amor y de su esperanza con una nueva urgencia. Que el Espíritu del Señor resucitado permita a nuestros corazones y a nuestros espíritus llevar los frutos de la unidad en las relaciones entre nuestras Iglesias, con el fin de que podamos servir juntos la unidad y la paz de toda la familia humana. Que el mismo Espíritu nos conduzca a la plena expresión del misterio de la comunión eclesial, que reconocemos con gratitud como don maravilloso de Dios al mundo, un misterio cuya belleza resplandece especialmente en la santidad a la cual todos estamos llamados.

2. Siguiendo el plan de trabajo adoptado en su primera reunión en Rodas en 1980, la Comisión mixta ha empezado por estudiar el misterio de la koinonia eclesial a la luz del misterio de la Santa Trinidad y de la Eucaristía. Esto ha permitido comprender mejor la comunión eclesial, tanto al nivel de la comunidad local reunida alrededor de su obispo, como al nivel de las relaciones entre los obispos y entre las Iglesias locales que cada obispo preside en comunión con la única Iglesia de Dios difundida en todo el universo (cf. Documento de Múnich, 1982). Con el fin de esclarecer la naturaleza de la comunión, la Comisión mixta ha subrayado la relación que existe entre la fe, los sacramentos – en particular los tres sacramentos de iniciación cristiana – y la unidad de la Iglesia (cf. Documento de Bari, 1987). Después, estudiando el sacramento del Orden en la estructura sacramental de la Iglesia, la Comisión ha indicado claramente el papel de la sucesión apostólica como garantía de la koinonia de toda la Iglesia y de su continuidad con los Apóstoles en todo tiempo y en todo lugar (cf. Documento de Valamo, 1988). De 1990 a 2000, el principal tema examinado por la Comisión ha sido el del “uniatismo” (Documento de Balamand, 1993; Baltimore, 2000), tema que profundizaremos en un futuro próximo. Tratamos ahora el tema planteado al final del documento de Valamo reflexionando sobre la comunión eclesial, la conciliaridad y la autoridad.

3. Teniendo como base estas afirmaciones comunes de nuestra fe, debemos sacar ahora las consecuencias eclesiológicas y canónicas que resultan de la naturaleza sacramental de la Iglesia. Dado que la eucaristía, a la luz del misterio trinitario, constituye el criterio de la vida eclesial en su conjunto, ¿cómo reflejan visiblemente las estructuras institucionales el misterio de esa koinonia? Al realizarse la Iglesia una y santa a la vez en cada Iglesia local que celebra la eucaristía y en la koinonia de todas las Iglesias, ¿cómo manifiesta esta estructura sacramental la vida de las Iglesias?

4. Unidad y multiplicidad, la relación entre la única Iglesia y las numerosas Iglesias locales, esta relación constitutiva de la Iglesia plantea igualmente la cuestión de la relación entre la autoridad inherente a cada institución eclesial y la conciliaridad que resulta del misterio de la Iglesia como comunión. Debido a que los términos “autoridad” y “conciliaridad” abarcan un vasto dominio, comenzaremos por definir la manera en la que entendemos estos términos[ ].

I. Los fundamentos de la conciliaridad y de la autoridad

1. La conciliaridad

5. El término conciliaridad o sinodalidad viene de la palabra “concilio” (synodos en griego, concilium en latín), que indica esencialmente una asamblea de obispos que ejercen una responsabilidad particular. Sin embargo, podemos también comprender el término en un sentido más global, refiriéndose a todos los miembros de la Iglesia (cf. el término ruso sobornost). En consecuencia, hablaremos primero de conciliaridad para indicar que en virtud del bautizo, cada miembro del Cuerpo de Cristo tiene su sitio y su propia responsabilidad en la koinonia (communio en latín) eucarística. La conciliaridad refleja el misterio trinitario, donde encuentra su último fundamento. Las tres personas de la Santa Trinidad están “enumeradas”, como dice san Basilio el Grande (Sobre el Espíritu Santo, 45), sin que la designación de “segunda” o de “tercera” persona implique cualquier disminución o subordinación. Asimismo, existe también un orden (taxis) entre las Iglesias locales, que no implica, sin embargo, ninguna desigualdad en su naturaleza eclesial.

6. La eucaristía manifiesta la koinonia trinitaria actualizada en los fieles como una unidad orgánica de varios miembros, cada uno de los cuales tiene un carisma, un servicio o un ministerio propio, necesarios en su variedad y su diversidad para la edificación de todos en el único Cuerpo eclesial de Cristo (cf. 1 Co 12,4-30). Todos estamos llamados, comprometidos y tenidos por responsables – cada uno de manera diferente pero no menos real – en el cumplimiento común de las acciones que, por el Espíritu Santo, hacen presente en la Iglesia el ministerio de Cristo, “el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6). De esta manera, el misterio de la koinonia salvífica con la Santa Trinidad se realiza en el género humano.

7. Toda la comunidad y cada persona en ella tienen la “conciencia de la Iglesia” (ekklesiastikè syneidesis), como la define la teología griega, el sensus fidelium en la terminología latina. En virtud del bautismo y de la confirmación (o crismación), cada miembro de la Iglesia ejerce una forma de autoridad en el Cuerpo de Cristo. En ese sentido, todos los fieles (y no sólo los obispos) son responsables de la fe profesada en su bautismo. Nuestra enseñanza común es que el pueblo de Dios, por “la unción recibida del Santo” (1 Jn 2, 20 y 27), en comunión con sus pastores, no puede estar en el error en materia de fe (cf. Jn 16, 13).

8. Proclamando la fe de la Iglesia y aclarando las normas de la conducta cristiana, los obispos tienen un papel específico por institución divina. “Como sucesores de los apóstoles, los obispos son responsables de la comunión en la fe apostólica y de la fidelidad a las exigencias de una vida conforme al Evangelio” (Documento de Valamo, 40).

9. Los concilios son el medio principal por el cual se ejerce la comunión entre los obispos (cf. Documento de Valamo, 52). Pues “la adhesión a la comunión apostólica une a todos los obispos entre ellos relacionando el episkopè de las Iglesias locales al Colegio de los Apóstoles. Ellos también forman un colegio arraigado por el Espíritu Santo en el “una vez por todas” del grupo apostólico, el único testigo de la fe. Esto significa no sólo que deberían estar unidos entre ellos por la fe, la caridad, la misión, la reconciliación, sino también que tienen en común la misma responsabilidad y el mismo servicio hacia la Iglesia” (Documento de Múnich, III, 4).

10. Esa dimensión conciliar de la vida de la Iglesia pertenece a su naturaleza más profunda. Es decir, está fundada sobre la voluntad de Cristo para sus fieles (cf. Mt 18, 15-20), mismo si sus realizaciones canónicas están necesariamente determinadas también por la historia y por el contexto social, político y cultural. Así definida, la dimensión conciliar de la Iglesia debe estar presente a los tres niveles – local, regional, y universal – de la comunión eclesial: al nivel local de la diócesis confiada al obispo; al nivel regional de un conjunto de Iglesias locales con sus obispos quienes “reconocen el que es el primero de ellos” (Canon apostólico 34); y al nivel universal, donde los que son los primeros (protoi) en las diversas regiones, con todos los obispos, colaboran en lo que concierne a la totalidad de la Iglesia. A este nivel también, los protoi deben reconocer a aquel que, entre ellos, es el primero.

11. La Iglesia existe en numerosos lugares diferentes, lo que manifiesta su catolicidad. Siendo “católica” es un organismo vivo, el Cuerpo de Cristo. Cada Iglesia local, cuando está en comunión con las demás Iglesias locales, es una manifestación de la Iglesia de Dios, una e indivisible. Por consiguiente, ser “católico” significa estar en comunión con la única Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares. Por eso romper la comunión eucarística quiere decir atentar contra una de las características esenciales de la Iglesia, su catolicidad.

2. La autoridad

12. Cuando hablamos de autoridad, nos referimos a la exousia, tal como está descrita en el Nuevo Testamento. La autoridad de la Iglesia le viene de su Señor y Maestro, Jesucristo. Habiendo recibido su autoridad de Dios Padre, el Cristo, después de su resurrección, la compartió, por el Espíritu Santo, con los Apóstoles (cf. Jn 20, 22). Por ellos, fue transmitida a los obispos, sus sucesores, y por estos a toda la Iglesia. Jesucristo nuestro Señor ha ejercido esta autoridad de diversas maneras, por lo que el Reino de Dios, hasta su realización escatológica (cf. 1 Co 15, 24-28), se manifiesta al mundo enseñando (cf. Mt 5,2; Lc 5,3), operando milagros (cf. Mc 1, 30-34; Mt 14, 35-36), cazando los espíritus impuros (cf. Mc 1, 27; Lc 4, 35-36), perdonando los pecados (cf. Mc 2, 10; Lc 5, 24), y guiando a sus discípulos sobre los caminos de la salvación (cf. Mt 16, 24). Conforme al mandato recibido de Cristo (cf. Mt 28, 18-20), el ejercicio de la autoridad propia de los apóstoles y, más tarde, de los obispos, comprende la proclamación y la enseñanza del Evangelio, la santificación por los sacramentos, en particular la eucaristía, y la dirección pastoral de los creyentes (cf. Lc 10, 16).

13. En la Iglesia, la autoridad pertenece a Jesucristo mismo, el único Jefe de la Iglesia (Ep 1, 22; 5, 23). Por su Espíritu Santo, la Iglesia, que es su Cuerpo, participa de su autoridad (cf. Jn 20, 22-23). La autoridad en la Iglesia tiene como fin reunir a todo el género humano en Jesucristo (cf. Ep 1, 10; Jn 11, 52). La autoridad ligada a la gracia recibida en la ordenación, no es el bien privado de los que la reciben, ni algo que les es delegado por la comunidad; al contrario, es un don del Espíritu Santo destinado al servicio (diakonia) de la comunidad y que no se ejerce jamás fuera de ella. Su ejercicio comprende la participación de toda la comunidad, al estar el obispo en la Iglesia y la Iglesia en el obispo (cf. san Cipriano, Ep. 66, 8).

14. La autoridad ejercida en la Iglesia en el nombre de Cristo y por la potencia del Espíritu Santo, debe ser, en todas sus formas y a todos los niveles, un servicio (diakonia) de amor, como lo era el de Cristo (cf. Mc 10, 45; Jn 13, 1-16). La autoridad de la que hablamos, en lo que expresa la autoridad divina, no puede subsistir en la Iglesia fuera del amor entre aquel que lo ejerce y aquellos que son su objeto. Se trata entonces de una autoridad sin dominación, sin obligación física ni moral. Al ser una participación en la exousia del Señor crucificado y glorificado, al que toda autoridad fue dada en el cielo y en la tierra (cf. Mt 28, 18), puede y debe pedir la obediencia. Al mismo tiempo, debido a la encarnación y a la cruz, es radicalmente diferente de la de los gobernantes de las naciones y de los grandes de este mundo (cf. Lc 22, 25-27). Cuando esta autoridad es sin ninguna duda confiada a personas que, por debilidad y a causa del pecado, a menudo se ven tentadas a abusar de ella, por su naturaleza misma la identificación evangélica entre autoridad y servicio constituye, no obstante, una norma fundamental para la Iglesia. Para los cristianos, gobernar es servir. De esta manera, el ejercicio y la eficacia espiritual de la autoridad eclesial están garantizados a través del libre consentimiento y la cooperación voluntaria. A un nivel personal, eso se traduce por la obediencia a la autoridad de la Iglesia a fin de seguir a Cristo, quien fue obediente al Padre por amor hasta la muerte y a la muerte en la cruz (cf. Flp 2, 8).

15. En la Iglesia, la autoridad está fundada en la Palabra de Dios, presente y viva en la comunidad de los discípulos. La Escritura es la Palabra de Dios revelada, tal como la Iglesia, por el Espíritu Santo presente y activo en ella, la ha discernido en la Tradición viva recibida de los apóstoles. La Eucaristía está en el corazón de esta Tradición (cf. 1 Co 10, 16-17; 11, 23-26). La autoridad de la Escritura resulta del hecho de que la Palabra de Dios, leída en la Iglesia y por la Iglesia, transmite el Evangelio de la salvación. A través la Escritura, Cristo habla a la comunidad reunida y al corazón de cada creyente. La Iglesia, por el Espíritu Santo presente en ella, interpreta la Escritura de manera auténtica, en respuesta a las necesidades de los tiempos y de los lugares. La costumbre constante de los Concilios de entronizar los Evangelios en el centro de las asambleas atesta la presencia de Cristo en su Palabra, que es la referencia necesaria para todas sus discusiones y sus decisiones, y al mismo tiempo afirma la autoridad de la Iglesia en la interpretación de esta Palabra de Dios.

16. En su economía divina, Dios quiere que su Iglesia tenga una estructura orientada hacia la salvación. A esta estructura esencial pertenecen la fe profesada y los sacramentos celebrados en la sucesión apostólica. En la comunión eclesial, la autoridad está ligada a esta estructura esencial: su ejercicio está regulado por los cánones y los estatutos de la Iglesia. Algunos de esos reglamentos pueden ser aplicados de manera diferente según las necesidades de la comunión eclesial en tiempos y lugares diferentes, a condición de que la estructura esencial de la Iglesia sea siempre respetada. Por consiguiente, igual que la comunión en los sacramentos presupone la comunión en la misma fe (cf. Documento de Bari, nº 29-33), del mismo modo, para que haya una plena comunión eclesial, tiene que haber entre nuestras Iglesias un reconocimiento recíproco de las legislaciones canónicas en sus diversidades legítimas.

II. La triple actualización de la conciliaridad y de la autoridad

17. Poniendo en evidencia los fundamentos de la conciliaridad y de la autoridad en la Iglesia, y notando la complejidad del contenido de esos términos, debemos ahora responder a las preguntas siguientes: ¿Cómo los elementos institucionales de la Iglesia expresan y sirven visiblemente el misterio de la koinonia? ¿Cómo las estructuras canónicas de las Iglesias expresan la vida sacramental de estas? A este fin, hemos distinguido tres niveles de instituciones eclesiales: el de la Iglesia local alrededor de su obispo; el de una región comprendiendo varias Iglesias locales vecinas; el de toda la tierra habitada (oikoumene) que engloba todas las Iglesias locales.

1. El nivel local

18. La Iglesia de Dios existe ahí donde hay una comunidad reunida por la Eucaristía, presidida directamente, o a través de sus presbíteros, por un obispo legítimamente ordenado en la sucesión apostólica, enseñando la fe recibida de los apóstoles, en comunión con los demás obispos y sus Iglesias. El fruto de esta Eucaristía y de este ministerio es reunir en una auténtica comunión de fe, de oración, de misión, de amor fraternal y de ayuda mutua, a todos aquellos que han recibido el Espíritu de Cristo en el bautismo. Esta comunión es el marco en el que se ejerce toda autoridad eclesial. La comunión es el criterio de este ejercicio.

19. Cada Iglesia local tiene por misión ser, por la gracia de Dios, un lugar en el que Dios es servido y honrado, donde el Evangelio es anunciado, donde los sacramentos son celebrados, donde los fieles se esfuerzan por aliviar la miseria del mundo y donde cada creyente puede encontrar la salvación. Es la luz del mundo (cf. Mt 5, 14-16), el fermento (cf. Mt 13, 33), la comunidad sacerdotal de Dios (cf. 1 Pe 2, 5 y 9). Las normas canónicas que la gobiernan tienen por finalidad asegurar esta misión.

20. En virtud de este mismo bautismo, que lo ha convertido en un miembro de Cristo, cada persona bautizada está llamada, según los dones del único Espíritu Santo, a servir en la comunidad (cf. 1 Co 12, 4-27). De este modo, a través de la comunión, por la cual todos los miembros están al servicio los unos de los otros, la Iglesia local aparece ya como “sinodal” o “conciliar” en su estructura. Esta “sinodalidad” no se manifiesta sólo en las relaciones de solidaridad, de asistencia mutua y de complementariedad que existen entre los diferentes ministerios ordenados. Naturalmente, el presbiterio es el concilio del obispo (cf. san Ignacio de Antioquía, carta a los Trallenses, 3) y el diácono es su “brazo derecho” (Didascalia Apostolorum, 2, 28, 6), de manera que, según la recomendación de san Ignacio de Antioquía, todo debe hacerse en concierto (cf. carta a los Efesios, 6). No obstante, la sinodalidad implica igualmente a todos los miembros de la comunidad en la obediencia al obispo, quien es el protos y el jefe (kephale) de la Iglesia local, como lo exige la comunión eclesial. Conforme a las tradiciones oriental y occidental, la participación activa de los laicos, hombres y mujeres, de los miembros de las comunidades monásticas y de las personas consagradas, tiene lugar en la diócesis y en la parroquia por numerosas formas de servicio y de misión.

21. Los carismas de los miembros de la comunidad tienen su origen en el único Espíritu Santo, y están orientados hacia el bien de todos. Este hecho pone a la luz a la vez las exigencias y los límites de la autoridad de cada uno en la Iglesia. No debería haber ahí ni pasividad ni substitución de funciones, ni negligencia ni dominación de cualquiera sobre otro. En la Iglesia, todos los carismas y los ministerios convergen en la unidad bajo el ministerio del obispo quien está al servicio de la comunión de la Iglesia local. Todos son llamados a ser renovados por el Espíritu Santo en los sacramentos, y a responder por una conversión constante (metanoia), de manera que su comunión en la verdad y la caridad esté asegurada.

2. El nivel regional

22. Al revelarse la Iglesia misma como católica en la synaxis de la Iglesia local, esta catolicidad debe manifestarse efectivamente en la comunión con las demás Iglesias que confiesan la misma fe apostólica y que comparten la misma estructura eclesial fundamental, empezando por las que están más próximas en virtud de su responsabilidad común para la misión en su región (cf. Documento de Múnich, III, 3, y Documento de Valamo, nº 52 y 53). La comunión entre las Iglesias está expresada en la ordenación de los obispos. Esta ordenación está concedida según el orden canónico por tres obispos o más, o por lo menos por dos de ellos (cf. Nicea I, canon 4), que actúan en el nombre del cuerpo episcopal y del pueblo de Dios, al haber recibido ellos mismos su ministerio del Espíritu Santo por la imposición de las manos en la sucesión apostólica. Cuando esto se ha cumplido de conformidad con los cánones, la comunión entre las Iglesias a través de la fe verdadera, los sacramentos y la vida eclesial está asegurada, del mismo modo que la comunión viva con las generaciones anteriores.

23. Esta comunión real entre varias Iglesias locales, siendo cada una de ellas la Iglesia católica en un lugar particular, fue expresada por ciertas prácticas: la participación de los obispos de sedes próximas en la ordenación de un obispo de la Iglesia local; la invitación de un obispo de otra Iglesia a concelebrar en la synaxis de la Iglesia local; la acogida de los fieles de estas otras Iglesias en el reparto de la mesa eucarística; el intercambio de cartas con ocasión de una ordenación; y por fin, el ofrecimiento de asistencia material.

24. Un canon aceptado tanto en Oriente como en Occidente describe las relaciones entre las Iglesias locales de una misma región: “Los obispos de cada nación (ethnos) deben reconocer aquel que es el primero (protos) entre ellos y considerarlo como su jefe (kephale), y no hacer nada importante sin su consentimiento (gnome); cada obispo sólo puede hacer lo que concierne a su propia diócesis (paroikia) y los territorios que dependen de ella. Pero el primero (protos) no puede hacer nada sin el consentimiento de todos. Pues de esta manera la concordia (homonoia) reinará y Dios será glorificado por el Señor en el Espíritu Santo” (Canon apostólico 34).

25. Esta norma, que aparece bajo varias formas en la tradición canónica, se aplica a todas las relaciones entre los obispos de una misma región, ya sea de una provincia, de una metrópoli o de un patriarcado. Podemos encontrar la aplicación práctica en los sínodos o los concilios de una provincia, de una región o de un patriarcado. El hecho de que un sínodo regional esté siempre compuesto esencialmente de obispos, mismo cuando comprende otros miembros de la Iglesia, revela la naturaleza de la autoridad sinodal. Sólo los obispos tienen voto deliberante. La autoridad de un sínodo está fundada sobre la naturaleza del ministerio episcopal mismo y manifiesta la naturaleza colegial del episcopado al servicio de la comunión de las Iglesias.

26. En sí, un sínodo (o concilio) implica la participación de todos los obispos de una región. Está gobernado según el principio del consenso y de la concordia (homonoia), expresado por la concelebración eucarística, como lo implica la doxología final del Canon apostólico 34 arriba mencionado. Se mantiene, sin embargo, que cada obispo, en el ejercicio de su ministerio pastoral, es juez y responsable ante Dios de los asuntos de su diócesis (cf. san Cipriano, Ep. 55, 21); así, es el guardián de la catolicidad de su Iglesia local y debe siempre velar atentamente por la promoción de la comunión católica con otras Iglesias.

27. Por consiguiente, un sínodo o concilio regional no tiene ninguna autoridad sobre otras regiones eclesiásticas. Sin embargo, el intercambio de informaciones y las consultas entre los representantes de varios sínodos son una manifestación de catolicidad, así como de esta mutual asistencia y caridad fraternal que debería ser la regla entre todas las Iglesias locales, por el más gran bien común. Cada obispo es responsable por toda la Iglesia con todos sus colegas en la única y misma misión apostólica.

28. De este modo, muchas provincias eclesiásticas han llegado a estrechar sus lazos de responsabilidad común. Este fue uno de los factores que dieron origen a los patriarcados en la historia de la Iglesia. Los sínodos patriarcales son gobernados según los mismos principios eclesiológicos y las mismas normas canónicas que los sínodos provinciales.

29. En los siglos siguientes, nuevas configuraciones de comunión entre Iglesias locales se han desarrollado tanto en Oriente como en Occidente. Nuevos patriarcados y nuevas Iglesias autocéfalas han sido fundadas en el Oriente cristiano, y en la Iglesia latina un tipo particular de reagrupamiento de obispos ha aparecido recientemente: las Conferencias episcopales. Desde un punto de vista eclesiológico no son simples subdivisiones administrativas: expresan el espíritu de comunión en la Iglesia, respetando siempre la diversidad de culturas humanas.

30. De hecho, cualesquiera que sean los contornos y la reglamentación canónica de la sinodalidad regional, ésa demuestra que la Iglesia de Dios no es una comunión de personas o de Iglesias locales separadas de sus raíces humanas. Ya que es comunidad de salvación y porque esa salvación es “la restauración de la creación” (cf. San Ireneo, Adv. Haer., 1, 36, 1), engloba la persona humana en todo lo que la une a la realidad humana creada por Dios. La Iglesia no es un simple conjunto de individuos; está compuesta de comunidades que tienen culturas, historias y estructuras sociales diferentes.

31. En el reagrupamiento de Iglesias locales a nivel regional, la catolicidad aparece bajo su verdadera luz. Es la expresión de la presencia de la salvación, no en un universo indiferenciado sino en el género humano tal como Dios lo ha creado y como Él viene a salvarlo. En el misterio de la salvación, la naturaleza humana está a la vez asumida en su plenitud y sanada de lo que el pecado le ha afectado por la autosuficiencia, el orgullo, el desprecio de los demás, la agresividad, los celos, la envidia, la falsedad y el odio. La koinonia eclesial es el don por el cual todo el género humano está unificado en el Espíritu del Señor resucitado. Esta unidad creada por el Espíritu, lejos de hundirse en la uniformidad, exige y preserva así –y, en cierta manera, pone en valor– la diversidad y la particularidad.

3. El nivel universal

32. Cada Iglesia local está en comunión no sólo con las Iglesias vecinas, sino también con la totalidad de las Iglesias locales, con aquellas que están actualmente presentes en el mundo, aquellas que lo están desde el principio y aquellas que lo estarán en el futuro, y con la Iglesia que está ya en la gloria. Según la voluntad de Cristo, la Iglesia es una e indivisible, la misma siempre y en todo lugar. En el Credo niceno-constantinopolitano, las dos partes confiesan que la Iglesia es una y católica. Su catolicidad abarca no sólo la diversidad de las comunidades humanas sino también su unidad fundamental.

33. Por consiguiente, está claro que una única y misma fe debe ser confesada y vivida en todas las Iglesias locales, que la misma y única Eucaristía debe ser celebrada por todos y que el mismo y único ministerio apostólico debe ponerse manos a la obra en todas las comunidades. Una Iglesia local no puede modificar el Credo que ha sido formulado por los Concilios ecuménicos, aunque la Iglesia debe siempre “dar respuestas apropiadas a nuevos problemas, respuestas fundadas sobre las Escrituras, en acuerdo y en continuidad esencial con las expresiones de los dogmas precedentes” (Documento de Bari, 29). Asimismo, una Iglesia local no puede modificar, por decisión unilateral, un punto fundamental referente a la forma del ministerio, y ninguna Iglesia local puede celebrar la Eucaristía separándose voluntariamente de las otras Iglesias locales, sin afectar seriamente la comunión eclesial. Todas esas cosas atañen al lazo mismo de la comunión - y entonces a la esencia misma de la Iglesia.

34. Es en razón de esta comunión que todas las Iglesias, con los cánones, regulan todo lo que concierne a la Eucaristía y a los sacramentos, al ministerio y a la ordenación, a la transmisión (paradosis) y a la enseñanza (didaskalia) de la fe. Comprendemos claramente por qué, en este dominio, son necesarias reglas canónicas y normas disciplinarias.

35. A lo largo de la historia, cuando se han planteado graves problemas relativos a la comunión y a la concordia universales entre las Iglesias –ya sea relativo a la interpretación auténtica de la fe, o a los ministerios y su relación con el conjunto de la Iglesia, o a la disciplina común que exige la fidelidad al Evangelio– se ha recurrido a los Concilios ecuménicos. Estos concilios eran ecuménicos no sólo porque reunían a los obispos de todas las regiones, y en particular los de las cinco sedes principales, Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén, según el antiguo orden (taxis). Era también porque sus decisiones solemnes en materia de doctrina, y sus formulaciones comunes relativas a la fe, sobre todo en puntos cruciales, comprometen a todas las Iglesias y a todos los fieles, en todo tiempo y en todo lugar. Por eso las decisiones de los Concilios ecuménicos son siempre normativas.

36. La historia de los Concilios ecuménicos muestra lo que debe ser considerado como sus características particulares. Esta cuestión deberá ser estudiada más a fondo en nuestro futuro diálogo, teniendo en cuenta la evolución de las estructuras eclesiales en el transcurso de los últimos siglos tanto en Oriente como en Occidente.

37. El carácter ecuménico de las decisiones de un Concilio es reconocido a través de un proceso de recepción que puede ser de larga o corta duración, según el cual el pueblo de Dios en su conjunto –a través de la reflexión, el discernimiento, la discusión y la oración– reconoce en sus decisiones la única fe apostólica de las Iglesias locales, que siempre ha sido la misma y de la cual los obispos son los enseñantes (didaskaloi) y los guardianes. Este proceso de recepción se interpreta de manera diferente en Oriente y en Occidente, según las tradiciones canónicas respectivas.

38. Por consiguiente, la conciliaridad o sinodalidad implica mucho más que a obispos reunidos en asamblea. Implica igualmente a sus Iglesias. Los primeros son los guardianes de la fe de estas últimas, cuya voz hacen oír. Las decisiones de los obispos deben ser recibidas en la vida de las Iglesias, sobre todo en su vida litúrgica. Cada Concilio ecuménico recibido como tal, en el sentido propio e integral del término, es en consecuencia una manifestación y un servicio rendido a toda la Iglesia como comunión.

39. A diferencia de los sínodos diocesanos y regionales, un Concilio ecuménico no es una “institución” cuya frecuencia puede ser reglamentada por cánones; es más bien un “acontecimiento”, un kairos inspirado por el Espíritu Santo que guía a la Iglesia con el fin de engendrar en ella las instituciones que le son necesarias y que corresponden a su naturaleza. Esta armonía entre la Iglesia y los Concilios es tan profunda, incluso después de la ruptura entre Oriente y Occidente que haría imposible la convocatoria de Concilios ecuménicos en el sentido estricto del término, que las dos Iglesias han continuado manteniendo concilios cada vez que surgían crisis serias. Estos Concilios reunían a los obispos de las Iglesias locales en comunión con la Sede de Roma o, aunque comprendido de manera diferente, con la Sede de Constantinopla. En la Iglesia católica romana, algunos de estos Concilios celebrados en Occidente eran considerados ecuménicos. Esta situación, que obligaba los dos lados de la cristiandad a convocar los Concilios propios a cada uno de ellos, ha favorecido las disensiones que han contribuido a un alejamiento mutuo. Habrá que buscar los medios que permitirán restablecer el consenso ecuménico.

40. Durante el primer milenio, la comunión universal de las Iglesias, en el curso normal de los acontecimientos, ha sido mantenida por las relaciones fraternas entre los obispos. Estas relaciones de los obispos entre ellos, entre los obispos y sus protoi respectivos, y también entre estos mismos protoi en el orden (taxis) canónico del que da testimonio la Iglesia primitiva, han alimentado y consolidado la comunión eclesial. La historia registra las consultas, las cartas y las llamadas dirigidas a las principales Sedes, en particular a la Sede de Roma, que expresan vivamente la solidaridad creada por la koinonia. Las disposiciones canónicas, como la inserción de los nombres de los obispos de las principales Sedes en los dípticos, y la comunicación de la profesión de fe a los otros patriarcas con ocasión de las elecciones, son expresiones concretas de koinonia.

41. Las dos partes están de acuerdo para decir que esta taxis canónica estaba reconocida por todos durante el periodo de la Iglesia indivisa. Están igualmente de acuerdo en que Roma, como Iglesia que “preside en la caridad”, según la expresión de san Ignacio de Antioquía (carta a los Romanos, Prólogo), ocupaba la primera plaza en la taxis y que el obispo de Roma era por consiguiente el protos entre los patriarcas. Sin embargo, no están de acuerdo sobre la interpretación de los testimonios históricos de este periodo relativos a las prerrogativas del obispo de Roma como protos, una cuestión ya comprendida de diferentes modos durante el primer milenio.

42. La conciliaridad a nivel universal, ejercida en los Concilios ecuménicos, implica un papel activo del obispo de Roma como protos de los obispos de las Sedes principales, en el consenso de los obispos reunidos. A pesar de que el obispo de Roma no convocaba los Concilios ecuménicos durante los primeros siglos y de que jamás los presidió personalmente, estaba, sin embargo, estrechamente implicado en el proceso de decisión de los Concilios.

43. Primacía y conciliaridad son recíprocamente interdependientes. Por esta razón la primacía en los diferentes niveles de la vida de la Iglesia, local, regional y universal, debe ser siempre vista en el contexto de la conciliaridad y, del mismo modo, la conciliaridad en el contexto de la primacía.

En lo que concierne a la primacía a diferentes niveles, deseamos afirmar los puntos siguientes:

1. La primacía, a todos los niveles, es una práctica firmemente fundada en la tradición canónica de la Iglesia.

2. Cuando el hecho de la primacía a nivel universal es aceptado tanto en Oriente como en Occidente, existen diferencias de comprensión que conciernen la manera en que esta primacía debe ser ejercida y conciernen igualmente sus fundamentos escriturarios y teológicos.

44. En la historia de Oriente y de Occidente, al menos hasta el siglo IX, una serie de prerrogativas, siempre en el contexto de la conciliaridad y según las condiciones de los tiempos, ha sido reconocida al protos o kephale en cada uno de los niveles eclesiásticos establecidos: localmente, por el obispo como protos de su diócesis en relación a sus presbíteros y a sus fieles; regionalmente, por el protos de cada metrópoli en relación a los obispos de su provincia, y por el protos de cada uno de los cinco patriarcados en relación a los metropolitas de cada circunscripción; y universalmente, por el obispo de Roma en tanto que protos entre los patriarcas. Esta distinción de niveles no disminuye la igualdad sacramental de cada obispo ni la catolicidad de cada Iglesia local.

Conclusión

45. Debemos estudiar de manera más profunda la cuestión del papel del obispo de Roma en la comunión de todas las Iglesias. ¿Cuál es la función específica del obispo de la “primera Sede” en una eclesiología de koinonia y en vista de lo que hemos dicho sobre la conciliaridad y la autoridad en el presente texto? ¿Cómo debería ser comprendida y vivida a la luz de la práctica eclesial del primer milenio la enseñanza de los Concilios Vaticano I y Vaticano II sobre la primacía universal? Son preguntas cruciales para nuestro diálogo y para nuestras esperanzas de restablecer la plena comunión entre nosotros.

Nosotros, los miembros de la Comisión mixta internacional para el Diálogo teológico entre la Iglesia católica romana y la Iglesia ortodoxa, estamos convencidos de que la declaración arriba mencionada referida a la comunión eclesial, la conciliaridad y la autoridad, representa un progreso positivo y significativo en nuestro dialogo, y que ofrece una base sólida para las futuras discusiones sobre la cuestión de la primacía a nivel universal de la Iglesia. Somos conscientes de que numerosas cuestiones espinosas quedan por esclarecer, pero esperamos que, sostenidos por la oración de Jesús “Que todos sean uno… a fin de que el mundo crea” (Jn 17, 21), y en obediencia al Espíritu Santo, podamos progresar a partir del acuerdo ya obtenido. Al reafirmar y al confesar “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 5), rendimos gloria a la Santa Trinidad, a Dios Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, que nos ha reunido.