COMISIÓN PARA LAS RELACIONES RELIGIOSAS CON EL JUDAÍSMO
“LOS DONES Y LA LLAMADA DE DIOS SON IRREVOCABLES” (Rm 11:29)
UNA
REFLEXIÓN SOBRE CUESTIONES TEOLÓGICAS EN TORNO A LAS RELACIONES ENTRE CATÓLICOS
Y JUDÍOS EN EL 50° ANIVERSARIO DE “NOSTRA AETATE” (N°.4)
ÍNDICE
1. Breve
historia sobre el impacto de “Nostra Aetate” (Nº.4) en los últimos 50
años
2. El
estatuto teológico especial del diálogo Judío-Católico
3. La
revelación en la historia como “Palabra de Dios” en el Judaísmo y en el
Cristianismo
4. La
relación entre Antiguo y Nuevo Testamento, Antigua y Nueva Alianza
5. La
universalidad de la salvación en Jesucristo y la Alianza irrevocable de Dios
con Israel
6. El
mandato de la Iglesia de evangelizar en relación al Judaísmo
7. Las metas del diálogo con el Judaísmo
PREFACIÓN
Hace
cincuenta años fue promulgada la Declaración “Nostra Aetate” del Concilio Vaticano II. Su
artículo cuarto presenta la relación entre la Iglesia Católica y el Pueblo
Judío en un nuevo marco teológico. Las siguientes reflexiones intentan repasar
con gratitud todos los logros alcanzados durante las últimas décadas en las
relaciones Judío-Católicas, y ofrecer un nuevo estímulo para el futuro.
Destacando una vez más la naturaleza especial de esta relación, dentro del
ámbito más amplio del diálogo interreligioso, serán ulteriormente examinadas
cuestiones teológicas tales como la importancia de la revelación, la relación
entre la Antigua y Nueva Alianza, la relación entre la universalidad de la
salvación en Jesucristo y la perennidad de la Alianza de Dios con Israel, y el
mandato de la Iglesia de evangelizar en relación con el Judaísmo. Este
documento presenta algunas reflexiones católicas sobre estas cuestiones,
colocándolas en su contexto teológico, para que los miembros de ambas
tradiciones religiosas puedan profundizar su significado. El texto no
constituye un documento magisterial o una enseñanza doctrinal de la Iglesia
Católica, sino sólo una reflexión, preparada por la Comisión para las
Relaciones Religiosas con los Judíos, sobre temas teológicos actuales,
desarrollados a partir del Concilio Vaticano II, que pretende ser un punto de
partida para un ulterior pensamiento teológico, en vistas a enriquecer e
intensificar la dimensión teológica del diálogo Judío-Católico.
1. Breve historia sobre el
impacto de “Nostra Aetate” (Nº.4) en los últimos 50 años
1. “Nostra Aetate“ (Nº.4) puede catalogarse muy
bien entre aquellos documentos del Concilio Vaticano II que han sido capaces de
originar, de forma particularmente incisiva, una nueva dirección dentro de la
Iglesia Católica. Este cambio en las relaciones de la Iglesia con el Pueblo
Judío y el Judaísmo, aparece muy claro si recordamos las grandes reservas que
anteriormente existían por ambos lados, debidas en parte a que la historia del
Cristianismo se juzgaba discriminatoria de los Judíos, llegando a incluir
intentos de conversión forzada (cf. “Evangelii Gaudium“, 248). El trasfondo de
esta conexión compleja reside, entre otras cosas, en una relación asimétrica:
los Judíos, en cuanto minoría, tenían que confrontarse a menudo con y en
dependencia de una mayoría Cristiana. La sombra oscura y terrible de la Shoah
sobre la Europa del período Nazi causó la catástrofe que llevó a la Iglesia a
reflexionar de nuevo sobre sus vínculos con el Pueblo Judío.
2. El
aprecio fundamental expresado en “Nostra Aetate“ (Nº.4) por el Judaísmo ha
facilitado, no obstante, que las dos comunidades, que anteriormente se
confrontaban con escepticismo, llegasen - paso a paso con el correr de los años
– a considerarse compañeros fiables e incluso buenos amigos, capaces de
afrontar juntos las crisis y de negociar los conflictos positivamente. Por esto
el artículo cuarto de “Nostra Aetate“ es reconocido como un
fundamento sólido para optimizar las relaciones entre Católicos y Judíos.
3. Con
el fin de aplicar de un modo más práctico “Nostra Aetate“ (Nº.4), el Papa Pablo VI
estableció, el 22 de octubre de 1974, la Comisión para las Relaciones
Religiosas con los Judíos. Esta, aunque depende organizativamente del
Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, opera con
independencia en su tarea de acompañar y fomentar el diálogo religioso con el
Judaísmo. Desde una perspectiva teológica, resulta también conveniente la unión
de esta Comisión con el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de
los Cristianos, porque la separación entre la Sinagoga y la Iglesia puede
considerarse como la primera y la más extensa división interna del Pueblo
Escogido.
4. Ya
en el año de su fundación, la Comisión de la Santa Sede publicó, el 1 de
diciembre de 1974, su primer documento oficial, con el título “Pautas y
sugerencias para la aplicación de la Declaración Conciliar Nostra Aetate (Nº.4)”.
El interés principal y nuevo de este documento consiste en reconocer al
Judaísmo tal como él se define, declarar la gran estima que el Cristianismo
siente por el Judaísmo y recalcar la importancia que la Iglesia Católica asigna
al diálogo con los judíos. Como expresan las mismas palabras del documento: “A
nivel práctico, en particular, los Cristianos deben esforzarse por adquirir un
mejor conocimiento de los componentes básicos de la tradición religiosa del
Judaísmo; deben esforzarse por aprender por qué rasgos esenciales los Judíos se
definen a sí mismos a la luz de su propia experiencia religiosa” (Preámbulo).
Presuponiendo el testimonio de la fe de la Iglesia en Jesucristo, el documento
reflexiona sobre la naturaleza específica del diálogo con el Judaísmo. El texto
recuerda las raíces de la liturgia Cristiana en su matriz Judía, perfila nuevas
posibilidades de acercamiento en el ámbito de la enseñanza, la educación y la
instrucción, y finaliza sugiriendo una acción social conjunta.
5.
Once años más tarde, el 24 de junio de 1985, la Comisión de la Santa Sede
publicaba un segundo documento titulado “Notas para una correcta
presentación de los Judíos y el Judaísmo en la predicación y la catequesis en
la Iglesia Católica Romana”. Este documento presenta una orientación
teológico-exegética más marcada. A medida que reflexiona sobre la relación
entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, delinea las raíces Judías de la fe
Cristiana, explica la manera en que el Nuevo Testamento presenta a “los Judíos”,
destaca los puntos comunes de la liturgia sobre todo en las grandes
festividades del año eclesial, y focaliza brevemente la relación del Judaísmo
con el Cristianismo en la historia. Suscita también un interés especial el
hecho de que este documento haga referencia al Estado de Israel; esto a la vez
que reviste una importancia particular para la mayoría de los Judíos, resulta
con frecuencia motivo de evaluaciones políticas divergentes. Refiriéndose a
esta “tierra de los padres”, el documento destaca: “Los Cristianos son animados
a comprender este vínculo religioso, que hunde sus raíces en la tradición
bíblica, sin por eso apropiarse una interpretación religiosa particular de esta
relación. Por lo que toca a la existencia del Estado de Israel y sus opciones
políticas, deben ser encaradas en una óptica que no es en sí misma religiosa,
sino referida a los principios comunes del derecho internacional. La
persistencia de Israel es un hecho histórico y a la vez un signo que pide ser
interpretado en el plan de Dios” (VI, 1).
6. Un
tercer documento de la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos
se publicó el 16 de marzo de 1998. Desarrolla el tema de la Shoah bajo el
título: “Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah“.
Este texto presenta el juicio duro pero exacto de que el balance de los
anteriores 2000 años de relación entre Judíos y Cristianos resulta
lamentablemente negativo. Recuerda la actitud de los cristianos hacia el antisemitismo
del Nacionalsocialismo y afronta el deber Cristiano de recordar la catástrofe
humana de la Shoah. En la carta que antecede a la declaración, el Papa Juan
Pablo II expresa su esperanza de que este documento “contribuya verdaderamente
a curar las heridas de las incomprensiones e injusticias del pasado. Ojalá que
permita a la memoria cumplir su papel necesario en el proceso de construcción
de un futuro en el que la inefable iniquidad de la Shoah no vuelva a ser nunca
posible.”
7. En
la serie de documentos emitida por la Santa Sede, merece una mención especial
el texto publicado por la Pontificia Comisión Bíblica el 24 de mayo del 2001,
que trata explícitamente el tema del diálogo Judío-Católico: “El Pueblo Judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia
Cristiana“. El texto ofrece el documento exegético y teológico
más significativo del diálogo Judío-Católico y denota el hallazgo de un tesoro
de temas comunes, fundados en las Escrituras del Judaísmo y del Cristianismo.
Considera las Sagradas Escrituras del Pueblo Judío como “componente fundamental
de la Biblia Cristiana”, discute los temas fundamentales de las Sagradas Escrituras
del Pueblo Judío y su adopción dentro de la fe en Cristo, e ilustra con detalle
la manera de presentar a los Judíos en el Nuevo Testamento.
8.
Pero, por más importancia que revistan, los textos y documentos no puede
reemplazar a los encuentros personales y al diálogo cara a cara. Aunque los
primeros pasos del diálogo Judío-Católico iniciaron bajo el Pontificado del
Papa Pablo VI, el Papa Juan Pablo II destacó en la promoción y profundidad de
este diálogo, confirmándolo con gestos en favor del Pueblo Judío. Él fue el
primer Papa que visitó el viejo campo de concentración de Auschwitz-Birkenau
para rezar por las víctimas de la Shoah. Visitó la Sinagoga romana para
expresar su solidaridad con la comunidad Judía. Y fue también huésped del
Estado de Israel, dónde participó en encuentros interreligiosos, visitó a los
dos Rabinos Jefes y oró ante el Muro Occidental. Una y otra vez se encontró con
grupos de judíos, tanto en el Vaticano como durante sus numerosos viajes
apostólicos. Igualmente el Papa Benedicto XVI se comprometió en el diálogo
Judío-Católico ya desde antes de su elección al papado, ofreciendo, en una
serie de conferencias, reflexiones teológicas importantes sobre la relación
entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y entre la Sinagoga y la Iglesia. Y
tras su elección, siguiendo los pasos del Papa Juan Pablo II, fomentó este
diálogo de manera personal, reforzando los mismos gestos y expresando su estima
por el Judaísmo con el poder de su palabra. Ya cuando era Arzobispo de Buenos
Aires, el Cardenal Jorge Mario Bergoglio se comprometió también notablemente en
el fomento del diálogo Judío-Católico y estableció lazos de amistad con muchos
Judíos de Argentina. Y ahora como Papa continúa intensificando el diálogo con
el Judaísmo, a nivel internacional, mediante numerosos encuentros amistosos.
Uno de estos sus primeros encuentros lo tuvo en Israel, en mayo del 2014, donde
se encontró con los dos Rabinos Jefes, visitó el Muro Occidental y oró por las
víctimas de la Shoah en Yad Vashem.
9.
Antes de establecerse la Comisión de la Santa Sede existían contactos y lazos
con varias organizaciones Judías, tramite el antiguo Secretariado para la
Promoción de la Unidad de los Cristianos. Dado que el Judaísmo es multiforme y
no constituye una unidad organizativa, la Iglesia Católica tuvo que afrontar al
desafío de determinar con quién comprometerse, no siendo posible llevar
diálogos bilaterales individuales e independientes con todas las agrupaciones y
organizaciones Judías que habían declarado su disposición a conversar. Para
resolver este problema las organizaciones Judías acogieron la sugerencia de la
Iglesia Católica de establecer un solo organismo para tal diálogo. El Comité
Judío Internacional para Consultas Interreligiosas (IJCIC: International Jewish
Committee on Interreligious Consultations) representa el interlocutor oficial
Judío ante la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los
Judíos.
10. El
IJCIC comenzó su trabajo en 1970, y ya un año después se organizaba en París la
primera conferencia conjunta. Las conferencias, que desde entonces se han ido
sucediendo de modo regular, son responsabilidad de la entidad conocida como
Comité Internacional de Enlace Católico-Judío (ILC: International
Catholic-Jewish Liaison Committee), y dan forma a la colaboración entre el
IJCIC y la Comisión de la Santa Sede. En febrero del 2011, de nuevo en París,
el ILC pudo contemplar retrospectivamente con gratitud los 40 años de diálogo
institucional. Mucho se ha avanzado durante los últimos 40 años: la discrepancia
anterior se ha convertido en una cooperación proficua, el anterior potencial
conflictivo se ha transformado en una gestión positiva del conflicto, y la
precedente coexistencia marcada por la tensión se ha reemplazado por un
intercambio más vital y productivo. Los lazos amistosos forjados en el
intervalo se han demostrado estables, posibilitando afrontar juntos incluso
asuntos polémicos, excluyendo el peligro de perjudicar permanente el diálogo.
Esto era de capital importancia, pues en las décadas pasadas nunca se había
logrado un diálogo libre de tensiones. En general se puede constatar, con
aprecio, que en el diálogo Judío-Católico, sobre todo a partir del nuevo
milenio, se han intensificado los esfuerzos por afrontar con espíritu abierto y
positivo el surgir de cualquier diferencia de opinión y conflicto, reforzando
así las mutuas relaciones.
11.
Junto al diálogo con el IJCIC, merece también mencionarse la conversación
institucional con el Gran Rabinado de Israel, que ha de verse como un fruto del
encuentro del Papa Juan Pablo II con los dos Rabinos Jefes de Jerusalén,
durante su visita a Israel en marzo del 2000. La primera reunión se organizó en
Jerusalén, en junio del 2002. Desde entonces las reuniones se han sucedido
anualmente, teniendo lugar alternadamente en Roma y Jerusalén. Las dos
delegaciones son relativamente pequeñas, lo cual facilita una discusión más
personal e intensa sobre los varios asuntos, tales como la santidad de vida, el
estado de la familia, la importancia de las Sagradas Escrituras para la vida
social, la libertad religiosa, los fundamentos éticos de la conducta humana, el
desafío ecológico, la relación entre la autoridad secular y religiosa y las
cualidades esenciales del liderazgo religioso en la sociedad secular. El hecho
de que los representante Católicos que intervienen en estas reuniones sean
obispos y sacerdotes y los representantes Judíos sean casi exclusivamente
rabinos, permite también estudiar cada tema desde su perspectiva religiosa. En
este sentido, el diálogo con el Gran Rabinado de Israel ha contribuido en
general a unas relaciones más abiertas entre el Judaísmo Ortodoxo y la Iglesia
Católica. A cada encuentro ha seguido la publicación de una declaración
conjunta, donde puntualmente se testimonia la riqueza de la herencia espiritual
común al Judaísmo y al Cristianismo, que reserva tesoros valiosos todavía por
desenterrar. Al repasar los más de diez años de diálogo, podemos afirmar con
gratitud el florecimiento de una fuerte amistad, que establece una base sólida
para el futuro.
12. El
empeño de la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los
Judíos no puede restringirse sólo a estos dos diálogos institucionales. La
Comisión busca de hecho la apertura hacia todas las corrientes del Judaísmo y
el mantenimiento de contactos con todas la agrupaciones y organizaciones Judías
que deseen estrechar lazos con la Santa Sede. La parte Judía demuestra un
interés particular por los encuentros con el Papa, que la Comisión prepara para
cada instancia. Además de los contactos directos con el Judaísmo, la Comisión
de la Santa Sede se esfuerza también por crear dentro de la Iglesia Católica
oportunidades de diálogo con el Judaísmo y por trabajar, conjuntamente con las
Conferencias Episcopales particulares, apoyándolas localmente en la promoción
del diálogo Judío-Católico. Un ejemplo positivo lo tenemos en la introducción
del “Día del Judaísmo” en algunos países europeos.
13.
Durante las últimas décadas tanto el “diálogo ad extra” como el “diálogo
ad intra” han acrecentado la conciencia clara de que Cristianos y Judíos
son irrevocablemente interdependientes, y que el diálogo mutuo, por lo que
concierne a la teología, no es una cuestión optativa sino un deber. Judíos y
Cristianos pueden enriquecerse recíprocamente con su amistad mutua. Separar el
Cristianismo de la fe de la Alianza con Israel significaría rechazar la verdad
de la intervención de Dios en la historia y comprometer la universalidad del
Cristianismo que fue prometida a Abrahán. Sin sus raíces Judías la Iglesia correría
el peligro de perder su anclaje soteriológico en la historia de la salvación,
con el riesgo de caer al final en una Gnosis desligada de la historia. El Papa
Francisco afirma que: “Si bien algunas convicciones Cristianas son inaceptables
para el Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y
Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer juntos los textos
de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la
Palabra, así como compartir muchas convicciones éticas y la común preocupación
por la justicia y el desarrollo de los pueblos” (“Evangelii Gaudium“, 249).
2. El estatuto teológico
especial del diálogo Judío-Católico
14. El
diálogo con el Judaísmo asume para los Cristianos un carácter muy peculiar,
dado que el Cristianismo posee raíces Judías (cf. “Evangelii Gaudium“, 247). A pesar de la
división histórica y de los conflictos dolorosos surgidos de ella, la Iglesia
no pierde la conciencia de su continuidad permanente con Israel. El Judaísmo no
debe ser considerado simplemente a la par de otra religión; los Judíos son más
bien nuestros “hermanos mayores” (Papa Juan Pablo II), nuestros “padres en la
fe” (Papa Benedicto XVI). Jesús fue un Judío, que se sentía en casa siguiendo
la tradición Judía de su tiempo, marcadamente formado en ese ambiente religioso
(cf. “Ecclesia in Medio Oriente“, 20). Los
primeros discípulos, reunidos a su alrededor, tenían el mismo patrimonio y
estaban moldeados en su vida cotidiana por esa misma tradición Judía. En su
relación única con su Padre celestial, Jesús pretendió sobre todas las cosas
proclamar la venida del Reino de Dios. “El tiempo se ha cumplido y el Reino de
Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1:15). Dentro del
Judaísmo existían muchas y muy diferentes ideas sobre cómo se realizaría el
Reino de Dios; no obstante, el mensaje central de Jesús sobre el Reino de Dios
concuerda con algunas concepciones Judías de su tiempo. No se puede entender
las enseñanzas de Jesús o de sus discípulos sin colocarlas dentro del horizonte
Judío: en el contexto de la tradición viviente de Israel. Y menos aún se
podrían entender si se pensasen en contraposición a esa tradición. No pocos
Judíos de su tiempo vieron en Jesús la venida de un “nuevo Moisés”, el Cristo
prometido (el Mesías); y sin embargo su venida provocó un drama cuyas
consecuencias todavía hoy se sienten. Total y plenamente humano, un Judío de su
tiempo, descendiente de Abrahán, hijo de David, formado por toda la tradición
de Israel, heredero de los profetas, Jesús se presenta en continuidad con su
Pueblo y con su historia. Por otra parte, a la luz de la fe Cristiana, él es
Dios mismo –el Hijo– y transciende el tiempo, la historia, y toda realidad
terrena. La comunidad de los que creen en él confiesa su divinidad (cf. Flp
2:6-11). En este sentido él es interpretado como apareciendo en discontinuidad
con la historia que preparó su venida. Desde la perspectiva de la fe cristiana,
él lleva a cumplimiento la misión y la expectativa de Israel de una manera
perfecta, al mismo tiempo que las supera y las transciende de una manera
escatológica. En esto consiste la diferencia fundamental entre Judaísmo y
Cristianismo: en el modo de juzgar la figura de Jesús. Los Judíos pueden
considerar a Jesús como perteneciente a su Pueblo, como un maestro Judío que se
sintió llamado de modo particular a predicar el Reino de Dio. Que este Reino de
Dios haya venido con él, como representante de Dios, sobrepasa la expectativa
Judía. El conflicto entre Jesús y las autoridades Judías de su tiempo no es en
última instancia cuestión de la transgresión de esta o de aquella norma de la
Ley, sino de la pretensión de Jesús de estar actuando con autoridad divina. Por
ello la figura de Jesús es y permanece para los Judíos “la piedra de tropiezo”,
el punto central del diálogo Judío-Católico. Desde una perspectiva teológica,
los Cristianos necesitan para su propia autocomprensión referirse al Judaísmo
de los tiempos de Jesús y también, hasta un cierto grado, al Judaísmo que se
desarrolló a partir de aquél a través de los tiempos. De cualquier modo, dados
los orígenes Judíos de Jesús, resulta indispensable para los Cristianos
concertarse con el Judaísmo. Independientemente de la influencia mutua que, a
lo largo del tiempo, haya tenido la historia de la relación entre el Judaísmo y
el Cristianismo.
15.
Sólo por analogía, el diálogo entre Judíos y Cristianos puede calificarse como
un “diálogo interreligioso”, es decir, un diálogo entre dos religiones
intrínsecamente separadas y diferentes. No es el caso de dos religiones,
fundamentalmente diversas, que se confrontan entre sí, después de haberse
desarrollado independientemente una de otra, sin influencia mutua. La tierra
nutricia de ambos, Judíos y Cristianos, es el Judaísmo del tiempo de Jesús.
Éste no sólo originó al Cristianismo, sino también, tras la destrucción del
Templo en el año 70, al Judaísmo rabínico post-bíblico, que desde entonces tuvo
que sobrevivir sin el culto sacrificial, dependiendo exclusivamente para su
desarrollo ulterior de la oración y la interpretación de la revelación divina
tanto escrita como oral. Así Judíos y Cristianos tienen una misma madre y
pueden ser considerados como si fueran dos hermanos que –como suele acontecer
normalmente entre hermanos– se han desarrollado siguiendo direcciones
diferentes. Las Escrituras del antiguo Israel constituyen una parte integral de
las Escrituras del Judaísmo y del Cristianismo, entendidas por ambos como la
palabra de Dios, la revelación, y la historia de la salvación. Los primeros
Cristianos eran Judíos, que normalmente se reunían como parte de la comunidad
en la Sinagoga, observaban las leyes sobre los alimentos, el Sábado, y el
requisito de la circuncisión, mientras que al mismo tiempo confesaban a Jesús
como el Cristo y Mesías enviado por Dios para la salvación de Israel y de toda
la raza humana. Con Pablo “el movimiento Judío de Jesús” descubre
definitivamente otros horizontes y transciende sus orígenes puramente Judíos.
Gradualmente prevalece su concepción de que un no-Judío no tiene que
convertirse primero en un Judío para confesar a Cristo. Consecuentemente, en
los primeros años de la Iglesia existían los así llamados Cristianos Judíos y
los Cristianos Gentiles, la Ecclesia ex circumcisione y la Ecclesia
ex gentibus, una Iglesia originada del Judaísmo y otra de los Gentiles, las
cuales juntas constituían la una y sola Iglesia de Jesucristo.
16. La
separación de la Iglesia de la Sinagoga no aconteció bruscamente, incluso según
algunas opiniones recientes, solo llegó a terminar cumplidamente hacia el siglo
tercero o cuarto. Esto significa que muchos Cristianos del primer periodo no
veían ninguna contradicción entre vivir de acuerdo con algunos aspectos de la
tradición Judía y confesar a Jesús como Cristo. Sólo cuando el número de
Cristianos Gentiles representó la mayoría, y las polémicas sobre la figura de Jesús
se agudizaron en la comunidad Judía, la separación definitiva pareció
inevitable. Con el tiempo los dos hermanos, Cristianismo y Judaísmo, crecieron
cada vez más separados, llegando a ser hostiles e incluso a difamarse
mutuamente. Para los Cristianos, los Judíos venían descritos a menudo como
condenados por Dios y como ciegos, debido a su incapacidad de reconocer en
Jesús al Mesías portador de salvación. Para los Judíos, los Cristianos eran
considerados a menudo como herejes que no querían seguir más el camino trazado
originariamente por Dios, prefiriendo seguir su propio camino. No es sin motivo
que ya en los Hechos de los Apóstoles el Cristianismo se denomina “el camino”
(cf. Hch 9:2; 19:9,23; 24:14,22) en contraste con la Halacha Judía que
determinaba la interpretación de la Ley para la conducta práctica. Con el
tiempo el Judaísmo y el Cristianismo se distanciaron cada vez más, llegando
incluso a enredarse en conflictos crueles, acusándose mutuamente de haber
abandonado el camino prescrito por Dios.
17.
Por parte de muchos Padres de la Iglesia la así llamada teoría del reemplazo o
sustitucionismo ganó un favor tan consistente, que en la Edad Media llegó
incluso a representar la fundamentación teológica normal para la relación con
el Judaísmo: las promesas y compromisos de Dios no se aplicarían más a Israel,
porque no había reconocido a Jesús como el Mesías e Hijo de Dios, sino que se
habrían transferido a la Iglesia de Jesucristo, que era ahora el verdadero “nuevo
Israel”, el nuevo Pueblo elegido por Dios. No obstante ser originarios de una
misma tierra, el Judaísmo y el Cristianismo, una vez separados, quedaron
envueltos durante varios siglos en un antagonismo teológico que sólo llegó a
disolverse en el Concilio Vaticano II. Con su Declaración “Nostra Aetate“ (Nº.4), la Iglesia profesa
inequívocamente y dentro de un nuevo marco teológico, las raíces Judías del
Cristianismo. Mientras afirma la salvación por medio de una fe explícita o
incluso implícita en Cristo, la Iglesia no cuestiona el amor continuo de Dios
por el pueblo escogido de Israel. Una teología del reemplazo o de la
sustitución, que opone entre sí, como dos entidades separadas, la Iglesia de
los Gentiles y la Sinagoga rechazada que es sustituida, carece de fundamento.
Desde una relación originalmente íntima entre Judaísmo y Cristianismo, se
desarrolló un estado permanente de tensión, que ha venido transformándose gradualmente
tras el Concilio Vaticano II en una relación de diálogo constructivo.
18.
Frecuentemente ha habido intentos de fundamentar esta teoría del reemplazo en
la Epístola a los Hebreos. Ahora bien, esta Epístola no va dirigida a los
Judíos, sino más bien a los Cristianos de proveniencia Judía que han llegado a
sentirse agobiados e inciertos. Su propósito es fortalecer su fe y animarlos a
perseverar, proponiéndoles a Jesucristo como el verdadero y definitivo sumo
sacerdote, el mediador de la Nueva Alianza. Es necesario captar este contexto
para entender el contraste que propone la Epístola entre una primera Alianza
puramente terrenal y una segunda Alianza mejorada (cf. Hb 8:7) y nueva (cf.
9:15, 12:24). La primera Alianza se define como anticuada, caduca y condenada a
perecer (cf. 8:13), mientras que la segunda Alianza se define como eterna (cf.
13:20). Para establecer los fundamentos de este contraste, la Epístola se
refiere a la promesa de una Nueva Alianza en el Libro del Profeta Jeremías
31:31-34 (cf. Hb 8:8-12). Esto muestra que la Epístola a los Hebreos no tiene
ninguna intención de demostrar que las promesas del Antiguo Testamento son
falsas, sino al contrario las considera como válidas. Piensa que la referencia
a las promesas del Antiguo Testamento ayudará a los Cristianos a darles la
seguridad de su salvación en Cristo. El argumento que preocupa a la Epístola a
los Hebreos no es pues el contraste entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, tal
como nosotros hoy lo entendemos, ni el contraste entre la Iglesia y el
Judaísmo. Más bien el contraste atañe al sacerdocio celestial y eterno de
Cristo, confrontado a un sacerdocio terrenal y transitorio. El tema fundamental
de la Epístola a los Hebreos frente a la nueva situación es una interpretación
Cristológica del Nuevo Testamento. Precisamente por esta razón, “Nostra Aetate“ (Nº.4) no hace referencia a
la Epístola a los Hebreos, sino a las reflexiones de San Pablo en su Carta a
los Romanos 9-11.
19. A
un observador externo, podría causarle la impresión de que el texto de la
Declaración Conciliar “Nostra Aetate“ trata las relaciones de la
Iglesia Católica con todas las religiones mundiales según un módulo de relación
paritaria, pero la historia de su desarrollo y el texto mismo apuntan en una
dirección diferente. Originalmente el Papa Juan XXIII propuso que el Concilio
promulgase un Tractatus de Iudaeis, pero al final se tomó la decisión de
considerar todas las religiones mundiales incluidas en “Nostra Aetate“. Sin embargo, el artículo
cuarto de esta Declaración Conciliar, que desarrolla una nueva relación
teológica con el Judaísmo, y constituye en cierto modo el corazón del documento,
consiente también la relación de la Iglesia Católica con otras religiones. La
relación con el Judaísmo puede considerarse en ese sentido como el catalizador
para determinar la relación con las otras religiones mundiales.
20.
Desde la perspectiva teológica, el diálogo con el Judaísmo tiene un carácter
completamente diferente y, comparado con las otras religiones mundiales, supone
un nivel distinto. La fe de los Judíos testimoniada en la Biblia, que se
encuentra en el Antiguo Testamento, no es para los Cristianos otra religión,
sino el fundamento de su propia fe, aunque claramente la figura de Jesús
constituya la única clave para la interpretación Cristiana de las Escrituras
del Antiguo Testamento. La piedra angular de la fe Cristiana es Jesús (cf. Hch
4:11; 1 P 2:4-8). De todos modos, el diálogo con el Judaísmo ocupa para los
Cristianos una posición única; el Cristianismo, desde sus raíces, está
conectado con el Judaísmo como con ninguna otra religión. Por consiguiente el
diálogo Judío-Cristiano sólo con reservas puede calificarse como “diálogo
interreligioso”, en el sentido estricto de la expresión; se podría hablar sin
embargo de un tipo de diálogo sui generis “intra-religioso” o “intra-familiar”.
En su discurso en la Sinagoga romana del 13 de abril de 1986, el Papa Juan
Pablo II expresaba esta situación con las siguientes palabras: “La religión
Judía no nos es ‘extrínseca’, sino que en cierto modo, es ‘intrínseca’ a
nuestra religión. Por tanto tenemos con ella relaciones que no tenemos con
ninguna otra religión. Sois nuestros hermanos predilectos y en cierto modo se
podría decir nuestros hermanos mayores” (n.4).
3. La revelación en la
historia como “Palabra de Dios” en el Judaísmo y en el Cristianismo
21. En
el Antiguo Testamento encontramos el programa del plan salvífico de Dios
trazado para su Pueblo (cf. “Dei verbum“, 14). Este plan de salvación
está expresado de un modo iluminador al principio de la historia bíblica en la
llamada a Abrahán (Gn 12ss). Para revelarse a sí mismo y hablar a la humanidad,
redimiéndola del pecado y congregándola en un solo pueblo, Dios empezó
eligiendo al Pueblo de Israel a través de Abrahán y separando a este Pueblo.
Dios se reveló a este Pueblo gradualmente a través de sus enviados, los
profetas, como el Dios verdadero, el único Dios, el Dios viviente, el Dios
redentor. Esta elección divina configuró al Pueblo de Israel. Sólo después de
la primera gran intervención del Dios redentor, la liberación de la esclavitud
de Egipto (cf. Ex 13:17ss), y del establecimiento de la Alianza en el Sinaí (Ex
19ss), hizo que las doce tribus formasen de verdad una nación con la conciencia
de ser el Pueblo de Dios, los portadores de su mensaje y sus promesas, testigos
de su favor misericordioso en medio a las naciones y también para las naciones
(cf. Is 26:1-9; 54; 60; 62). Para instruir a su Pueblo sobre cómo cumplir su
misión y trasmitir la revelación a él confiada, Dios otorgó a Israel la Ley,
que le mostraba cómo tenía que vivir (cf. Ex 20; Dt 5) y lo distinguía de los
otros pueblos.
22. Al
igual que la misma Iglesia en nuestros días, también Israel lleva el tesoro de
su elección en vasos frágiles. La relación de Israel con su Señor constituye la
historia de su fidelidad y de su infidelidad. Para cumplir su designio de
salvación, a pesar de la pequeñez y debilidad de los instrumentos elegidos,
Dios manifestó su misericordia, la gratuidad de sus dones y una fidelidad a sus
promesas, que ninguna infidelidad humana puede anular (cf. Rm 3:3). En cada
etapa de su Pueblo a lo largo del camino, Dios preservó al menos un “pequeño
número” (cf. Dt 4:27), un “resto” (cf. Is 1:9; Za 3:12; cf. también Is 6:13;
17:5-6), un puñado del creyentes que “no dobló su rodilla ante Baal” (cf. 1 R
19:18). Mediante esta porción Dios fue cumpliendo su plan de salvación. Su
Pueblo elegido constituye incesantemente el objeto de su elección y su amor, y
a través de él - como objetivo último -, reúne y reconduce hacia sí a toda la
humanidad.
23. La
Iglesia es llamada el Nuevo Pueblo de Dios (cf. “Nostra Aetate“, Nº.4), lo cual no
significa que el Pueblo de Dios de Israel ha dejado de existir. La Iglesia “fue
preparada admirablemente en la historia del Pueblo de Israel y en la Antigua
Alianza” (“Lumen gentium“, 2). La Iglesia no reemplaza
al Pueblo de Dios de Israel, aunque como comunidad fundada sobre Cristo
representa en él el cumplimiento de las promesas hechas a Israel. Esto no
significa que Israel, al no haber alcanzado ese cumplimiento, no puede
considerarse ya por más tiempo Pueblo de Dios.
“Aunque
la Iglesia es el Nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los Judíos como
réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas
Escrituras” (“Nostra Aetate“, Nº.4).
24.
Dios se reveló a sí mismo por su Palabra, para que la humanidad pueda entenderla
en las situaciones históricas reales. Esta Palabra invita a todos los pueblos a
responder. Cuando sus respuestas van de acuerdo con la palabra de Dios,
mantienen una relación correcta con El. Para los Judíos esta Palabra puede
aprenderse mediante la Torá y las tradiciones basadas en ella. La Torá es la
instrucción para una vida feliz en relación correcta con Dios. Quien cumple la
Torá tiene vida en plenitud (cf. Pirqe Avot II, 8). Observando la Torá el Judío
recibe una participación en la comunión con Dios. A este propósito declaraba el
Papa Francisco: “Las confesiones Cristianas encuentran su unidad en Cristo; el
Judaísmo encuentra su unidad en la Torá. Los Cristianos creen que Jesucristo es
la Palabra de Dios hecha carne en el mundo; para los Judíos la Palabra de Dios
está presente sobre todo en la Torá. Ambas tradiciones de fe tienen como
fundamento al Dios único, al Dios de la Alianza, que se revela a los hombres a
través de su Palabra. En la búsqueda de una actitud justa hacia Dios, los
Cristianos se dirigen a Cristo como fuente de vida nueva, los Judíos a la
enseñanza de la Torá.” (Discurso a los miembros del Consejo Internacional de
Cristianos y Judíos, 30 junio de 2015).
25. El
Judaísmo y la fe Cristiana, como aparecen en el Nuevo Testamento, son dos
caminos por los que el Pueblo de Dios puede apropiarse las Sagradas Escrituras
de Israel. Consecuentemente, la Escritura, que los Cristianos llaman el Antiguo
Testamento, se abre a ambos caminos. Una respuesta a la palabra de Dios
expresada soteriológicamente, que vaya de acuerdo con una u otra tradición,
puede por lo mismo franquear el acceso a Dios, quedando siempre en el poder de su
consejo salvífico determinar, para cada caso, en qué manera piensa salvar a la
humanidad. Las Escrituras testimonian la universalidad de su voluntad salvífica
(cf. eg. Gn 12:1-3; Is 2:2-5; 1 Tm 2:4). Por consiguiente no existen dos
caminos de salvación conforme a la expresión: “los Judíos sostienen al Torá,
los Cristianos sostienen a Cristo”. La fe Cristiana proclama que la obra
salvífica de Cristo es universal y abraza a toda la humanidad. La palabra de
Dios es una sola e indivisa realidad, que reviste formas concretas en relación
a cada contexto histórico.
26. En
este sentido, los Cristianos afirman que Jesucristo puede ser considerado como “la
Torá viviente de Dios”. Torá y Cristo son la Palabra de Dios, su revelación
para nosotros los hombres como testimonio de su amor ilimitado. Para los
Cristianos, la pre-existencia de Cristo como la Palabra e Hijo del Padre es una
doctrina fundamental; y asimismo, según la tradición rabínica, la Torá y el
nombre del Mesías existen ya antes de la creación (cf. Génesis Rabbah 1,1). Más
aún, según el pensamiento Judío, Dios mismo interpreta la Torá en el Eschaton;
mientras que, según el pensamiento Cristiano, al final todas las cosas se
recapitulan en Cristo (cf. Ef 1:10; Col 1:20). El Evangelio de Mateo propone a
Cristo como el “nuevo Moisés”. Mateo 5:17-19 presenta a Jesús como el
intérprete autorizado y auténtico de la Torá (cf. Lc 24:27, 45-47). En la
literatura rabínica, sin embargo, encontramos la identificación de la Torá con
Moisés. Contra esta perspectiva, decimos que Cristo en cuanto “nuevo Moisés”
puede conectarse con la Torá. Al final, pensada así, la Torá y Cristo
representan el camino de salvación, ya que ambos se enraízan y expresan la
Palabra de Dios. Torá y Cristo son el lugar de la presencia de Dios en el mundo,
tal como esta presencia se celebra en el culto de las respectivas comunidades.
El dabar Hebreo significa al mismo tiempo palabra y evento – lo cual
permite inducir que la palabra de la Torá puede estar abierta al evento de
Cristo.
4. La relación entre An
tiguo y
Nuevo Testamento, Antigua y Nueva Alianza
27. La
alianza que Dios dispuso con Israel es irrevocable. “No es Dios un hombre, para
mentir, ni hijo de hombre, para volverse atrás” (Nm 23:19; el cf. 2 Tm 2:13).
La permanente fidelidad electiva de Dios, expresada en las primeras alianzas,
nunca se retracta (cf. Rm 9:4; 11:1-2). La Nueva Alianza no reniega las
alianzas primitivas, más bien las lleva a cumplimiento. A través del evento de
Cristo los Cristianos han entendido que todo cuanto sucedió antiguamente ha de
ser interpretado de nuevo. Para los Cristianos la Nueva Alianza ha adquirido un
carácter propio, aunque la orientación de ambas consista en una única relación
con Dios (cf. por ejemplo, la fórmula de la Alianza en Lv 26:12, “Yo seré para
vosotros Dios, y vosotros seréis para mí un Pueblo”). Para los Cristianos, la
Nueva Alianza en Cristo es el punto culminante de las promesas de salvación de
la Antigua Alianza, a tal grado que nunca resulta independiente de ella. La
Nueva Alianza radica y se basa sobre la Antigua, porque en definitiva es el
Dios de Israel quien culmina la Antigua Alianza con el pueblo de Israel y
habilita la Nueva Alianza en Jesucristo. Jesús vive durante el período de la
Antigua Alianza, pero con su obra de salvación en la Nueva Alianza confirma y
perfecciona las dimensiones de la Antigua. En consecuencia, el término Alianza
significa una relación con Dios que se realiza de diferentes maneras para los
Judíos y los Cristianos. La Nueva Alianza nunca puede reemplazar a la Antigua,
sino que la presupone y le confiere una nueva dimensión de significado, en
cuanto que refuerza la naturaleza personal de Dios como fue revelada en la
Antigua Alianza y la establece como abierta para todos los que responden a ella
fielmente de todas las naciones (cf. Za 8:20-23; Sal 87).
28. La
unidad y diferencia entre Judaísmo y Cristianismo aparece ante todo en los
testimonios de la revelación divina. La presencia del Antiguo Testamento como
parte integrante de la única Biblia Cristiana, induce un sentido profundamente
arraigado de parentesco intrínseco entre Judaísmo y Cristianismo. Las raíces
del Cristianismo se hunden en el Antiguo Testamento, y el Cristianismo se
alimenta constantemente a partir de esas raíces. No obstante, el Cristianismo
está fundado sobre la persona de Jesús de Nazaret, reconocido como el Mesías
prometido al Pueblo Judío, y como el Hijo unigénito de Dios, que se nos
comunica a través del Espíritu Santo, tras su muerte en la cruz y su
resurrección. La existencia del Nuevo Testamento, suscitó muy pronto y de modo
natural la pregunta sobre la mutua relación entre los dos Testamentos. Por
ejemplo: si las Escrituras del Nuevo Testamento no habrían reemplazado y
anulado las Antiguas Escrituras. Esta posición la sostuvo Marción en el siglo
segundo, al afirmar que el Nuevo Testamento había vuelto obsoleto el libro de
las promesas del Antiguo Testamento, destinándolo a desvanecerse ante la luz
del Nuevo, como se desvanece la luz de la luna cuando el sol ha surgido. Esta
antítesis violenta entre la Biblia Hebrea y la Cristiana nunca se convirtió en
doctrina oficial de la Iglesia Cristiana. Al excluir a Marción de la comunidad
Cristiana en el año 144, la Iglesia rechazó su concepto de una Biblia puramente
“Cristiana”, expurgada de todos los elementos del Antiguo Testamento,
testimoniando su fe en el uno y sólo Dios, autor de ambos Testamentos, y
sosteniendo así la unidad de ambos Testamentos, la “concordia testamentorum “.
29.
Ciertamente esto representa sólo una cara de la relación entre los dos
Testamentos. El patrimonio común del Antiguo Testamento no sólo formó la base
principal del parentesco espiritual entre Judíos y Cristianos, sino que también
comportó una tensión de base en la relación de las dos comunidades de fe. Esto
se demuestra por el hecho de que los Cristianos leyeron el Antiguo Testamento a
la luz del Nuevo, en la convicción expresada por San Agustín con la fórmula
indeleble: “En el Antiguo Testamento se esconde el Nuevo y en el Nuevo se
revela el Antiguo” (Quaestiones in Heptateuchum 2, 73). El Papa San
Gregorio el Grande también se expresó en el mismo sentido cuando definió al
Antiguo Testamento como “la profecía del Nuevo” y a éste último como “la mejor
exposición del Antiguo” (Homiliae in Ezechielem I, VI, 15; cf. “Dei verbum“, 16).
30. La
exégesis Cristológica puede causar fácilmente la impresión de que los
Cristianos consideran al Nuevo Testamento no sólo como el cumplimiento del
Antiguo sino además como su sustituto. Que esta impresión no puede ser correcta
es ya evidente por el hecho de que el mismo Judaísmo se vio también compelido a
adoptar una nueva lectura de la Escritura, tras la catástrofe de la destrucción
del Segundo Templo en el año 70. Dado que los Saduceos ligados al Templo no
sobrevivieron al desastre, los rabinos, siguiendo los pasos de los Fariseos,
que ya habían desarrollado su modo particular de leer e interpretar la
Escritura, se vieron ahora obligados a hacerlo sin contar con el Templo como
centro de la devoción religiosa Judía.
31.
Como consecuencia surgieron dos respuestas a esta situación, o más
precisamente, dos nuevas maneras de leer la Escritura: la exégesis Cristológica
de los Cristianos y la exégesis Rabínica de esta forma de Judaísmo que se
desarrolló en la historia. Dado que cada modo supuso una nueva interpretación
de la Escritura, la nueva pregunta crucial consiste en saber cómo ambos modos
se relacionan entre sí. Y dado que la Iglesia Cristiana y el Judaísmo Rabínico
post-bíblico se desarrollaron no solo en paralelo, sino también en un marco de
oposición e ignorancia reciprocas, la pregunta no puede responderse
exclusivamente desde el Nuevo Testamento. Tras siglos de mutua contraposición,
era deber del diálogo Judío-Católico involucrar en el diálogo estas dos nuevas
maneras de leer las Escrituras Bíblicas, con el fin de percibir su “rica
complementación” allí donde existe y “ayudarnos mutuamente a desentrañar las
riquezas de la Palabra de Dios” (“Evangelii Gaudium“, 249). Por ello, el
documento de la Comisión Bíblica Pontificia “El Pueblo Judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia
Cristiana“ del 2001, afirmaba: “los Cristianos pueden y deben
admitir que la lectura Judía de la Biblia es una lectura posible, en
continuidad con las Sagradas Escrituras Judías de la época del segundo Templo,
una lectura análoga a la lectura Cristiana, que se desarrolla paralelamente”. Y
sacaba la conclusión: “Cada una de esas dos lecturas es coherente con la visión
de fe respectiva, de la que es producto y expresión. Son, por tanto, mutuamente
irreductibles” (Nº. 22).
32. Ya
que cada una de las dos lecturas tiene como fin entender debidamente la
Voluntad y la Palabra de Dios, resulta evidente la importancia que tiene ser
conscientes de que la fe Cristiana está arraigada en la fe de Abrahán. Esto
suscita la cuestión ulterior de cómo la Antigua y la Nueva Alianza se
relacionan entre sí. Para la fe Cristiana es axiomático que sólo puede haber
una única historia de la Alianza de Dios con la humanidad. La alianza con
Abrahán, simbolizada por la circuncisión (cf. Gn 17), y la Alianza con Moisés,
limitada a la obediencia de Israel a la Ley (cf. Ex 19:5; 24:7-8) y más en
particular a la observancia del Sábado (el cf. Ex 31:16-17), habían tenido una
apertura mayor en la Alianza con Noé, simbolizada por el arco iris (cf. “Verbum Domini“, 117), hecha con toda la
creación (cf. Gn 9:9ss). Por medio de los profetas Dios a su vez promete una
Nueva Alianza (cf. Is 55:3; 61:8; Jr 31:31-34; Ez 36:22-28). Cada una de estas
Alianzas incorpora la Alianza anterior y la interpreta de un modo nuevo. Esto
es también verdad para la Nueva Alianza, que los Cristianos consideran como
Alianza eterna y final, y por lo mismo como la interpretación definitiva de lo
prometido por los profetas de la Antigua Alianza, según la expresión de San
Pablo: el “Sí” y el “Amén” de “todo cuanto Dios ha prometido” (2 Co 1:20). La
Iglesia como Pueblo renovado de Dios, ha sido elegida por Dios sin condiciones.
La Iglesia es el lugar definitivo e insuperable de la acción salvífica de Dios.
Sin embargo, esto no significa que Israel, como Pueblo de Dios, ha sido
repudiado o ha perdido su misión (cf. “Nostra Aetate“, Nº.4). Por tanto, para los
Cristianos, la Nueva Alianza no representa ni la anulación, ni el reemplazo,
sino la plenitud de las promesas de la Antigua Alianza .
33.
Para el diálogo Judío-Cristiano, la Alianza de Dios con Abrahán aparece en
primer lugar constitutiva, ya que él no es sólo el padre de Israel sino también
el padre de la fe de los Cristianos. En esta comunidad de la Alianza, los
Cristianos han de comprender con claridad que la Alianza de Dios con Israel
nunca se ha revocado, sino que permanece válida en base a la fidelidad
inagotable de Dios hacia su Pueblo, y que por consiguiente la Nueva Alianza en
la que creen lo Cristianos, sólo puede entenderse como la confirmación y el
cumplimiento de la Antigua. Por lo mismo, los Cristianos están asimismo convencidos
de que a través de la Nueva Alianza la Alianza con Abrahán ha alcanzado para
todas las naciones aquella universalidad originariamente pretendida en la
llamada de Abrán (cf. Gn 12:1-3). Esta referencia a la Alianza con Abrahán es
tan esencialmente constitutiva de la fe Cristiana que la Iglesia sin Israel
estaría en peligro de perder su lugar en la historia de la salvación. De la
misma manera, los Judíos podrían con respecto a la Alianza Abrahánica llegar a
intuir que Israel sin la Iglesia estaría en peligro de quedar aislado,
privándose de captar la universalidad de su experiencia de Dios. En este
sentido fundamental, Israel y la Iglesia permanecen vinculados uno con otro, en
función de la Alianza, y son interdependientes.
34. Que sólo puede existir una historia de la Alianza de Dios con
la humanidad, y que por consiguiente Israel es el Pueblo elegido y amado por
Dios con una Alianza nunca rechazada ni revocada (cf. Rm 9:4; 11:29), es la
convicción que aparece en el apasionado alegato del Apóstol Pablo sobre el
doble hecho de que, si bien la Antigua Alianza de Dios continúa vigente, Israel
no ha acogido la Nueva Alianza. Para hacer justicia a estas dos realidades
Pablo acuñó la imagen expresiva de la raíz de Israel dentro de la cual se
injerta las ramas salvajes de los Gentiles (cf. Rm 11:16-21). Se podría decir
que Jesucristo lleva en sí mismo la raíz viva “del árbol verde del olivo” e
incluso, en un significado todavía más profundo, que la promesa entera tiene su
raíz en él (cf. Jn 8:58). Esta imagen representa para Pablo la clave principal
para pensar la relación entre Israel y la Iglesia a la luz de la fe. Con esta
imagen Pablo expresa la dualidad de la unidad y divergencia entre Israel y la
Iglesia. Por un lado, la imagen enseña que las ramas salvajes injertadas no
formaban parte originaria de la planta. Su inserción representa una nueva
realidad y una nueva dimensión de la obra salvífica de Dios, de forma que la
Iglesia Cristiana no puede pensarse sólo como una rama o un fruto de Israel
(cf. Mt 8:10-13). Por otro lado, la imagen demuestra también que la Iglesia
saca su alimento y su fuerza de la raíz de Israel, y que las ramas injertadas
se marchitarían e incluso morirían si se separasen de la raíz de Israel (cf. “Ecclesia in Medio Oriente“, 21).
5. La universalidad de la
salvación en Jesucristo y la Alianza irrevocable di Dios con Israel
35.
Puesto que Dios jamás ha revocado su alianza con el Pueblo de Israel, no puede
haber caminos o acercamientos diferentes a la salvación de Dios. La teoría de
que puede haber dos caminos diferentes de salvación, el camino Judío sin Cristo
y el camino con Cristo, que los Cristianos creen identificarse con Jesús de
Nazaret, pondría de hecho en peligro los fundamentos de la fe Cristiana. La
confesión de la mediación universal y por consiguiente también exclusiva de la
salvación por medio de Jesucristo pertenece al núcleo de la fe Cristiana, como
pertenece también la confesión del Dios uno, el Dios de Israel, que a través de
su revelación en Jesucristo se ha manifestado totalmente como el Dios de todos
los pueblos, de tal modo que en él se ha cumplido la promesa de que todas las naciones
orarán al Dios de Israel como al único Dios (cf. Is 56:1-8). El documento “Notas
para una correcta presentación de los Judíos y el Judaísmo en la predicación y
la catequesis en la Iglesia Católica Romana”, publicado por la Comisión de
la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos en 1985, mantenía
consecuentemente que la Iglesia y el Judaísmo no pueden representarse como “dos
vías paralelas de salvación”, sino que “la Iglesia debe dar testimonio de
Cristo como redentor de todos” (Nº.I, 7). La fe Cristiana confiesa que Dios
quiere llevar todos los pueblos a la salvación, que Jesucristo es el mediador
universal de la salvación, y que “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los
hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4:12).
36.
Sin embargo, de la confesión Cristiana, de que sólo puede haber un camino de
salvación, no se sigue en forma alguna que los Judíos queden excluidos de la
salvación de Dios porque no creen en Jesucristo como Mesías de Israel e Hijo de
Dios. Esta pretensión no encontraría apoyo en la concepción soteriológica de
San Pablo, el cual en la Carta a los Romanos no sólo expresa su convicción de
que no puede haber ningún hiato en la historia de la salvación, sino de que la
salvación viene de los Judíos (cf. también Jn 4:22). Dios confió a Israel una
misión única, y Él no lleva a cumplimiento su plan misterioso de salvación para
todas las gentes (cf. 1 Tim 2:4) sin incluir en él a su “hijo primogénito” (Ex
4:22). Por ello es evidente que Pablo en la Carta a los Romanos deniega
definitivamente la pregunta que él mismo ha propuesto, sobre si Dios ha
repudiado a su propio Pueblo. Así como afirma decididamente: “Que los dones y
la llamada de Dios son irrevocables” (Rm 11:29). Que los Judíos son participes
de la salvación de Dios es teológicamente incuestionable; pero cómo pueda ser
esto posible sin confesar a Cristo explícitamente, es y seguirá siendo un
misterio divino insondable. No es por consiguiente accidental el hecho de que
las reflexiones soteriológicas de Pablo, en Romanos 9-11, sobre la redención
irrevocable de Israel frente al trasfondo del misterio de Cristo, culminen en
una magnífica doxología: “¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la
ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus
caminos!” (Rm 11:33). Bernardo de Claraval (De Cons. III/I,3) dice que
para los Judíos “ha sido fijado en el tiempo un punto determinado que no puede
anticiparse”.
37.
Otro tema de reflexión para los Católicos debe seguir siendo la pregunta
teológica, muy compleja, de cómo la creencia Cristiana en el alcance salvífico
universal de Jesucristo puede combinarse de una manera coherente con la
declaración de fe, igualmente clara, de que la Alianza de Dios con Israel nunca
ha sido revocada. Es creencia de la Iglesia que Cristo es Salvador para todos.
Por consiguiente, no puede haber dos caminos de salvación, ya que Cristo,
además de los Gentiles, es también el Redentor de los Judíos. Aquí afrontamos
el misterio de la obra de Dios, no la cuestión del esfuerzo misionero por
convertir a los Judíos, sino más bien la expectativa de que el Señor provocará
la hora en que todos lleguemos a estar unidos, “en que todos los pueblos
invocarán al Señor con una sola voz y ‘le servirán como un solo hombre’” (“Nostra Aetate“, Nº.4).
38. La
Declaración del Concilio Vaticano II sobre el Judaísmo, es decir el artículo
cuarto de “Nostra Aetate“, referente a la universalidad
de la salvación en Jesucristo y a la Alianza irrevocable de Dios con Israel,
está enmarcada en un contexto señaladamente teológico. Lo cual no significa que
el texto haya resuelto todas las cuestiones teológicas sobre la relación entre
el Cristianismo y el Judaísmo. Estas cuestiones, introducidas en la
Declaración, requieren una reflexión teológica más profunda. Ciertamente
existían ya antes textos magisteriales que focalizaban el tema del Judaísmo,
pero “Nostra Aetate“ (Nº.4) proporciona la primera
panorámica teológica sobre la relación de la Iglesia Católica con los Judíos.
39.
Debido a un tal despliegue teológico, el texto Conciliar frecuentemente se
sobre-interpreta, y se leen en él cosas que de hecho no contiene. Un ejemplo
relevante de sobre-interpretación sería el siguiente: que la Alianza que Dios
hizo con su Pueblo Israel perdura y nunca se ha invalidado. Aunque esta
afirmación sea verdadera, no puede leerse explícitamente en “Nostra Aetate“ (Nº.4). Esta declaración la
hizo en cambio por primera vez con total claridad el Papa Juan Pablo II, cuando
durante una reunión con los representantes Judíos en Maguncia el 17 de
Noviembre de 1980, dijo que la Antigua Alianza nunca ha sido revocada por Dios:
“La primera dimensión de este diálogo, esto es, el encuentro entre el pueblo de
Dios de la Antigua Alianza, que nunca fue rechazada por Dios… y el de la Nueva,
es asimismo un diálogo interior a la Iglesia misma, como si fuera entre
la primera y segunda parte de nuestra Biblia” (Nº.3). Esta misma convicción la
declara también el Catecismo de la Iglesia en 1993: “La Antigua
Alianza no ha sido revocada” (121).
6. El mandato de la Iglesia de
evangelizar en relación al Judaísmo
40 Es
fácil entender que la así llamada “misión a los Judíos”, es para los Judíos una
cuestión muy delicada y sensible, porque a sus ojos lleva implicada la
existencia misma del Pueblo Judío. Esta cuestión se demuestra también ardua
para los Cristianos, pues a sus ojos el significado de la universalidad
salvífica de Jesucristo, y por consiguiente la misión universal de la Iglesia,
tienen una importancia crucial. La Iglesia se ve así obligada a considerar la
evangelización en relación a los Judíos, que creen en un sólo Dios, con unos
parámetros diferentes a los que adopta para el trato con las gentes de otras
religiones y concepciones del mundo. En la práctica esto significa que la
Iglesia Católica no actúa ni sostiene ninguna misión institucional específica
dirigida a los Judíos. Pero, aunque se rechace en principio una misión
institucional hacia los Judíos, los Cristianos están llamados a dar testimonio
de su fe en Jesucristo también a los Judíos, aunque deben hacerlo de un modo
humilde y cuidadoso, reconociendo que los Judíos son también portadores de la
Palabra de Dios, y teniendo en cuenta especialmente la gran tragedia de la
Shoah.
41. El
concepto de misión debe presentarse correctamente en el diálogo entre Judíos y
Cristianos. La misión Cristiana se origina en el envío de Jesús por el Padre.
Él a su vez participa a sus discípulos su vocación en relación con el Pueblo de
Dios de Israel (cf. Mt 10:6) y luego, como Señor resucitado, en relación con
todas las naciones (cf. Mt 28:19). Así el Pueblo de Dios alcanza una nueva
dimensión a través de Jesús, el cual llama a formar su Iglesia a entrambos,
Judíos y Gentiles (cf. Ef 2:11-22), sobre la base de la fe en Cristo y por
medio del bautismo que los incorpora a su Cuerpo que es la Iglesia (“Lumen gentium“, 14).
42. La
misión y el testimonio Cristiano, en la vida personal y en la proclamación, van
juntos. El principio, que Jesús da a sus discípulos cuando les envía, es
soportar la violencia en vez de infligir violencia. Los Cristianos deben poner
su confianza en Dios que lleva a cabo su plan universal de salvación por
caminos que sólo él conoce; ellos son sólo testigos de Cristo, sin ser ellos
mismos quienes llevan a cabo la salvación de la humanidad. El celo por “la casa
del Señor” y la seguridad confiada en las acciones victoriosas de Dios caminan
juntos. La misión Cristiana significa que todos los Cristianos, en comunión con
la Iglesia, confiesan y proclaman la realización histórica de la voluntad universal
de Dios de la salvación en Jesucristo (cf. “Ad gentes“, 7). Ellos experimentan su
presencia sacramental en la liturgia y lo hacen tangible en su servicio a los
demás, sobre todo a los más necesitados.
43. Es
y sigue siendo una definición cualitativa de la Iglesia de la Nueva Alianza el
hecho de estar formada por Judíos y Gentiles, aun cuando las proporciones
cuantitativas de Judíos y Cristianos pudiera causar inicialmente una impresión
diferente. Así como, tras la muerte y resurrección de Jesucristo, no existieron
dos Alianzas desconectadas, tampoco el Pueblo de la Alianza de Israel existe
desconectado “del Pueblo surgido de los Gentiles”. Más bien, el papel
permanente del Pueblo de la Alianza de Israel, dentro del plan salvífico de
Dios, consiste en relacionarse dinámicamente “al Pueblo de Dios de los Judíos y
Gentiles, uniéndolo en Cristo”, al que la Iglesia confiesa como mediador
universal de la creación y de la salvación. En el contexto de la voluntad
universal de salvación por parte de Dios, todos los Pueblos, que todavía no han
recibido el Evangelio, están orientados hacia el Pueblo de Dios de la Nueva
Alianza. “En primer lugar aquel Pueblo que recibió los testamentos y las
promesas y del que Cristo nació según la carne (cf. Rm 9:4-5). Por causa de los
padres es un Pueblo amadísimo en razón de la elección. Pues Dios no se
arrepiente de sus dones y de su llamada (cf. Rm 11:28-29)” (“Lumen gentium“, 16).
7. Las metas del diálogo con
el Judaísmo
44. La
primera meta del diálogo es profundizar en el conocimiento recíproco entre
Judíos y Cristianos. Sólo se puede aprender a amar lo que gradualmente ha
llegado a conocerse, y sólo se puede conocer de verdad y con profundidad lo que
se ama. Este conocimiento profundo viene acompañado por un enriquecimiento
mutuo, que beneficia a los componentes del diálogo. La declaración Conciliar “Nostra Aetate“ (Nº.4) habla del rico patrimonio
espiritual que debe descubrirse paso a paso a medida que, a través del diálogo,
avanzan los estudios bíblicos y teológicos. A este respecto, desde la
perspectiva Cristiana, constituye una meta importante difundir entre los
Cristianos los tesoros espirituales escondidos en el Judaísmo. Particularmente
es muy digna de tener en cuenta la interpretación de las Sagradas Escrituras.
El Prólogo del Cardenal Joseph Ratzinger al documento de la Comisión Bíblica
Pontificia del 2001, “El Pueblo Judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia
Cristiana“, destaca el respeto de los Cristianos por la
interpretación Judía del Antiguo Testamento. En él se resalta que “los
Cristianos pueden aprender mucho de la exégesis Judía practicada durante 2000
años, viceversa los Cristianos pueden confiar en que los Judíos podrán sacar
provecho de las investigaciones de la exégesis Cristiana”. En el campo de la
exégesis, muchos estudiosos Judíos y Cristianos trabajan ahora juntos y
encuentran su colaboración mutuamente benéfica, precisamente porque pertenecen
a tradiciones religiosas diferentes.
45.
Esta adquisición recíproca de conocimiento no debe limitarse exclusivamente a
los especialistas. Por ello es importante que las instituciones educativas
católicas, particularmente en la preparación de los sacerdotes, integren en sus
planes de estudios tanto “Nostra Aetate“ como los documentos sucesivos
de la Santa Sede sobre la aplicación de la Declaración Conciliar. La Iglesia
agradece también los esfuerzos análogos de la comunidad Judía. Los cambios
fundamentales en las relaciones entre Cristianos y Judíos iniciados con “Nostra Aetate“ (Nº. 4) deben también darse a
conocer a las próximas generaciones para que los acojan y divulguen.
46.
Una meta importante del diálogo Judío-Cristiano consiste ciertamente en el
compromiso conjunto a escala mundial en favor de la justicia, la paz, la
conservación de la creación y la reconciliación. En el pasado, pudo darse que
las diferencias religiosas –en el contexto de una búsqueda reductiva de la
verdad y de una intolerancia consecuente– contribuyeran a suscitar choques
conflictivos. Pero hoy las religiones no deberían formar parte del problema,
sino parte de la solución. Sólo cuando las religiones se comprometen en un
diálogo provechoso, que contribuye a la concordia mundial, la paz puede
alcanzar también los niveles sociales y políticos. La libertad religiosa,
garantizada por la autoridad civil, es el requisito previo para ese diálogo y
para la paz. El indicador, en este caso, lo ofrece el modo de tratar a las
minorías religiosas, y la garantía que se otorga a sus derechos. En el diálogo
Judío-Cristiano la situación de las comunidades Cristianas en el estado de
Israel es muy significativo, pues allí –como en ninguna otra parte del mundo–
una minoría Cristiana convive con una mayoría Judía. La paz en Tierra Santa –
que crónicamente viene a faltar y por la que continuamente se reza – juega un
papel de peso en el diálogo entre Judíos y Cristianos.
47.
Otra meta importante del diálogo Judío-Católico consiste en la lucha conjunta
contra todas las manifestaciones de discriminación racial antijudía y todas las
formas de antisemitismo, que nunca han sido enteramente erradicadas y resurgen
de diferentes maneras en varios contextos. La historia nos enseña hasta donde
pueden llegar las actitudes, incluso ligeramente perceptibles, del
antisemitismo: la tragedia humana de la Shoah, en la que fueron aniquilados dos
tercios de los Judíos europeos. Ambas tradiciones de fe están llamadas a
mantener juntas una vigilancia y una sensibilidad incesante también en la
esfera social. El fuerte lazo de amistad que liga a Judíos y Católicos, obliga particularmente
a la Iglesia Católica a hacer todo lo posible por colaborar con nuestros amigos
Judíos, para repeler toda tendencia antisemita. El Papa Francisco ha recalcado
repetidamente que un Cristiano nunca puede ser un antisemita, sobre todo
teniendo en cuenta las raíces Judías del Cristianismo.
48. De
todos modos, en este diálogo, la justicia y la paz no deben quedarse en
abstracciones puras, sino que han de demostrarse también en formas tangibles.
La esfera de la caridad social proporciona un rico campo de colaboración, dado
que tanto la ética Judía como la Cristiana incluyen el imperativo de socorrer a
los pobres, los desvalidos y los enfermos. Así, por ejemplo, la Comisión para
las Relaciones Religiosas con los Judíos de la Santa Sede y el Comité Judío
Internacional para las Consultas Interreligiosas (IJCIC) trabajaron juntos en
Argentina, durante la crisis financiera de ese país en el 2004, organizando
juntos la distribución de víveres a los pobres y los sin techo, y posibilitando
la asistencia escolar a los niños indigentes suministrándoles alimento. La
mayoría de las Iglesias Cristianas cuentan con numerosas organizaciones
caritativas, que también existen en el Judaísmo y que podrían trabajar juntas
para socorrer las necesidades humanas. El Judaísmo enseña que el mandato de “caminar
por sus sendas” (Dt 11:22) requiere imitar los Atributos Divinos (Imitatio
Dei) mediante el cuidado del desamparado, el pobre y el que sufre (Talmud
Babilónico, Sotah 14a). Este principio concuerda con la enseñanza de Jesús de
socorrer a los necesitados (cf. eg. Mt 25:35-46). Ni los Judíos ni los
Cristianos pueden aceptar simplemente la pobreza y el sufrimiento humano; más
bien deben comprometerse por superar estos problemas.
49.
Cuando los Judíos y los Cristianos contribuyen juntos, mediante una ayuda
humanitaria concreta, a la justicia y a la paz del mundo, testimonian el
cuidado amoroso de Dios. Abandonando la confrontación y aunando sus esfuerzos,
Judíos y Cristianos deben trabajar por un mundo mejor. El Papa Juan Pablo II
destacó este aspecto en su Discurso al Consejo Central de los Judíos Alemanes y
a la Conferencia de Rabinos en Maguncia, el 17 de Noviembre de 1980: “Judíos y
Cristianos están llamados como hijos de Abrahán a ser bendición para el mundo
(cf. Gn 12:2ss) en cuanto se dedican conjuntamente a la paz y la justicia entre
todos los hombres, con la plenitud y profundidad que Dios mismo quiere que
tengan y con la disposición para el sacrificio que tan alta misión puede exigir”.
10 diciembre 2015
Cardenal KURT KOCH
Presidente
S.E. Mons. BRIAN FARRELL
Vice–Presidente
Padre NORBERT J. HOFMANN, SDB
Secretario