EVANGELII GAUDIUM EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FILES LAICOS SOBRE
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
EN EL MUNDO ACTUAL
ÍNDICE
1. La alegría del
Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con
Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza,
del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la
alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos, para
invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar
caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.
2. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora
oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo
y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia
aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no
hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de
Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo
por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y
permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos,
sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de
Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de
Cristo resucitado.
3. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se
encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al
menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día
sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es
para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor».[1] Al
que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso
hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos
abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he
dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para
renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame
una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él
cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de
perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia.
Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos
vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la
dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite
levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos
desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la
resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que
nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!
4. Los libros del Antiguo Testamento habían
preanunciado la alegría de la salvación, que se volvería desbordante en los
tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige al Mesías esperado saludándolo
con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y
anima a los habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y
de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta lo
invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un alto monte,
alegre mensajero para Sión, clama con voz poderosa, alegre mensajero para
Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta alegría de la
salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid, montes, en cantos
de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha
compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar
vítores al Rey que llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno,
Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y victorioso!»
(Za 9,9).
Pero quizás la invitación más contagiosa sea la
del profeta Sofonías, quien nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso
de fiesta y de alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me
llena de vida releer este texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso
salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con
gritos de júbilo» (So 3,17). Es la alegría que se vive en medio de
las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa
invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades
trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas
palabras!
5. El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz
de Cristo, invita insistentemente a la alegría. Bastan algunos ejemplos:
«Alégrate» es el saludo del ángel a María (Lc
1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de
su madre (cf. Lc 1,41). En su canto
María proclama: «Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su
ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de
alegría en el Espíritu Santo» (Lc
10,21). Su mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi
alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana bebe de la fuente de su
corazón rebosante. Él promete a los discípulos: «Estaréis tristes, pero vuestra
tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20).
E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá
quitar vuestra alegría» (Jn 16,22).
Después ellos, al verlo resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la
primera comunidad «tomaban el alimento con alegría» (2,46). Por donde los
discípulos pasaban, había «una gran alegría» (8,8), y ellos, en medio de la
persecución, «se llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco, apenas bautizado,
«siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero «se alegró con toda su familia
por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no entrar también nosotros en ese
río de alegría?
6. Hay cristianos cuya opción parece ser la de
una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo
modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se
adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que
nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo.
Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades
que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la
fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio
de las peores angustias: «Me encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha
[…] Pero algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del
Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se
renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la
salvación del Señor» (Lm
3,17.21-23.26).
7. La tentación aparece frecuentemente bajo forma
de excusas y reclamos, como si debieran darse innumerables condiciones para que
sea posible la alegría. Esto suele suceder porque «la sociedad tecnológica ha
logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil
engendrar la alegría».[2] Puedo decir que los gozos más bellos y
espontáneos que he visto en mis años de vida son los de personas muy pobres que
tienen poco a qué aferrarse. También recuerdo la genuina alegría de aquellos
que, aun en medio de grandes compromisos profesionales, han sabido conservar un
corazón creyente, desprendido y sencillo. De maneras variadas, esas alegrías
beben en la fuente del amor siempre más grande de Dios que se nos manifestó en
Jesucristo. No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos
llevan al centro del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento,
con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva».[3]
8. Sólo gracias a ese encuentro –o reencuentro–
con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de
nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser
plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios
que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero.
Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha
acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el
deseo de comunicarlo a otros?
9. El bien siempre tiende a comunicarse. Toda
experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y
cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad
ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se
desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro
camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían asombrarnos
entonces algunas expresiones de san Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara
el Evangelio!» (1 Co 9,16).
10. La propuesta es vivir en un nivel superior,
pero no con menor intensidad: «La vida se acrecienta dándola y se debilita en
el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son
los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de
comunicar vida a los demás».[4] Cuando la Iglesia convoca a la tarea
evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo
de la realización personal: «Aquí descubrimos otra ley profunda de la realidad:
que la vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los
otros. Eso es en definitiva la misión».[5] Por consiguiente, un evangelizador no debería
tener permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, «la
dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar
entre lágrimas […] Y ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a
veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de
evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través
de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han
recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo».[6]
11. Un anuncio renovado ofrece a los creyentes,
también a los tibios o no practicantes, una nueva alegría en la fe y una
fecundidad evangelizadora. En realidad, su centro y esencia es siempre el
mismo: el Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él
hace a sus fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará el vigor,
subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse»
(Is 40,31). Cristo es el «Evangelio
eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo
ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8),
pero su riqueza y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente
constante de novedad. La Iglesia no deja de asombrarse por «la profundidad de
la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios» (Rm 11,33). Decía san Juan de la Cruz: «Esta espesura de sabiduría y
ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que, aunque más el alma sepa de
ella, siempre puede entrar más adentro».[7] O bien, como afirmaba san Ireneo:
«[Cristo], en su venida, ha traído consigo toda novedad».[8] Él siempre puede, con su novedad, renovar
nuestra vida y nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y
debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo
también puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos
encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que
intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio,
brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más
elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En
realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre «nueva».
12. Si bien esta misión nos reclama una entrega
generosa, sería un error entenderla como una heroica tarea personal, ya que la
obra es ante todo de Él, más allá de lo que podamos descubrir y entender. Jesús
es «el primero y el más grande evangelizador».[9] En cualquier forma de evangelización el
primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e
impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios
mismo misteriosamente quiere producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la
que Él orienta y acompaña de mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe
manifestarse siempre que la iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que «es Dios quien hace
crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción
nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y
desafiante que toma nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo
tiempo nos ofrece todo.
13. Tampoco deberíamos entender la novedad de
esta misión como un desarraigo, como un olvido de la historia viva que nos
acoge y nos lanza hacia adelante. La memoria es una dimensión de nuestra fe que
podríamos llamar «deuteronómica», en analogía con la memoria de Israel. Jesús
nos deja la Eucaristía como memoria cotidiana de la Iglesia, que nos introduce
cada vez más en la Pascua (cf. Lc
22,19). La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la
memoria agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás
olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor de las
cuatro de la tarde» (Jn 1,39). Junto
con Jesús, la memoria nos hace presente «una verdadera nube de testigos» (Hb 12,1). Entre ellos, se destacan
algunas personas que incidieron de manera especial para hacer brotar nuestro
gozo creyente: «Acordaos de aquellos dirigentes que os anunciaron la Palabra de
Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de
personas sencillas y cercanas que nos iniciaron en la vida de la fe: «Tengo
presente la sinceridad de tu fe, esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre
Eunice» (2 Tm 1,5). El creyente es
fundamentalmente «memorioso».
14. En la escucha del Espíritu, que nos ayuda a
reconocer comunitariamente los signos de los tiempos, del 7 al 28 de octubre de
2012 se celebró la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
sobre el tema La nueva evangelización
para la transmisión de la fe cristiana. Allí se recordó que la nueva evangelización
convoca a todos y se realiza fundamentalmente en tres ámbitos.[10] En primer lugar, mencionemos el ámbito de
la pastoral ordinaria, «animada por
el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que
regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor para
nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna».[11] También se incluyen en este ámbito los
fieles que conservan una fe católica intensa y sincera, expresándola de
diversas maneras, aunque no participen frecuentemente del culto. Esta pastoral
se orienta al crecimiento de los creyentes, de manera que respondan cada vez
mejor y con toda su vida al amor de Dios.
En segundo lugar, recordemos el ámbito de «las personas
bautizadas que no viven las exigencias del Bautismo»,[12] no tienen una pertenencia cordial a la
Iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe. La Iglesia, como madre
siempre atenta, se empeña para que vivan una conversión que les devuelva la
alegría de la fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio.
Finalmente, remarquemos que la evangelización
está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo
han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la
nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos
tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de
anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino
como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete
deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino «por atracción».[13]
15. Juan
Pablo II nos invitó a reconocer que «es necesario mantener viva la solicitud
por el anuncio» a los que están alejados de Cristo, «porque ésta es la tarea primordial de la Iglesia».[14] La actividad misionera «representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia»[15] y «la causa misionera debe ser la primera».[16] ¿Qué sucedería si nos tomáramos realmente en
serio esas palabras? Simplemente reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia. En esta
línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron que ya «no podemos quedarnos
tranquilos en espera pasiva en nuestros templos»[17] y que hace falta pasar «de una pastoral de
mera conservación a una pastoral decididamente misionera».[18] Esta tarea sigue siendo la fuente de las mayores
alegrías para la Iglesia: «Habrá más gozo en el cielo por un solo pecador que
se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).
16. Acepté con gusto el pedido de los Padres
sinodales de redactar esta Exhortación.[19] Al hacerlo, recojo la riqueza de los trabajos
del Sínodo. También he consultado a diversas personas, y procuro además
expresar las preocupaciones que me mueven en este momento concreto de la obra
evangelizadora de la Iglesia. Son innumerables los temas relacionados con la
evangelización en el mundo actual que podrían desarrollarse aquí. Pero he
renunciado a tratar detenidamente esas múltiples cuestiones que deben ser
objeto de estudio y cuidadosa profundización. Tampoco creo que deba esperarse
del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las
cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa
reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas
que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de
avanzar en una saludable «descentralización».
17. Aquí he optado por proponer algunas líneas
que puedan alentar y orientar en toda la Iglesia una nueva etapa
evangelizadora, llena de fervor y dinamismo. Dentro de ese marco, y en base a
la doctrina de la Constitución dogmática Lumen gentium, decidí,
entre otros temas, detenerme largamente en las siguientes cuestiones:
a) La
reforma de la Iglesia en salida misionera.
b) Las
tentaciones de los agentes pastorales.
c) La
Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza.
d) La
homilía y su preparación.
e) La
inclusión social de los pobres.
f) La
paz y el diálogo social.
g) Las
motivaciones espirituales para la tarea misionera.
18. Me extendí en esos temas con un desarrollo
que quizá podrá pareceros excesivo. Pero no lo hice con la intención de ofrecer
un tratado, sino sólo para mostrar la importante incidencia práctica de esos
asuntos en la tarea actual de la Iglesia. Todos ellos ayudan a perfilar un
determinado estilo evangelizador que invito a asumir en cualquier actividad que se realice. Y así, de esta manera,
podamos acoger, en medio de nuestro compromiso diario, la exhortación de la
Palabra de Dios: «Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito, ¡alegraos!» (Flp 4,4).
CAPÍTULO PRIMERO
LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA
19. La evangelización obedece al mandato
misionero de Jesús: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). En estos versículos se presenta el momento en el cual
el Resucitado envía a los suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por
todas partes, de manera que la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra.
20. En la Palabra de Dios aparece permanentemente
este dinamismo de «salida» que Dios quiere provocar en los creyentes. Abraham
aceptó el llamado a salir hacia una tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó el llamado de Dios: «Ve, yo te envío» (Ex 3,10), e hizo salir al pueblo hacia
la tierra de la promesa (cf. Ex
3,17). A Jeremías le dijo: «Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr 1,7). Hoy, en este «id» de Jesús,
están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión
evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva «salida»
misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el
Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la
propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la
luz del Evangelio.
21. La alegría del Evangelio que llena la vida de
la comunidad de los discípulos es una alegría misionera. La experimentan los
setenta y dos discípulos, que regresan de la misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17). La vive Jesús, que se
estremece de gozo en el Espíritu Santo y alaba al Padre porque su revelación
alcanza a los pobres y pequeñitos (cf. Lc
10,21). La sienten llenos de admiración los primeros que se convierten al
escuchar predicar a los Apóstoles «cada uno en su propia lengua» (Hch 2,6) en Pentecostés. Esa alegría es
un signo de que el Evangelio ha sido anunciado y está dando fruto. Pero siempre
tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar
siempre de nuevo, siempre más allá. El Señor dice: «Vayamos a otra parte, a
predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido» (Mc 1,38). Cuando está sembrada la
semilla en un lugar, ya no se detiene para explicar mejor o para hacer más
signos allí, sino que el Espíritu lo mueve a salir hacia otros pueblos.
22. La Palabra tiene en sí una potencialidad que
no podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada,
crece por sí sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la
Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas muy diversas que suelen superar
nuestras previsiones y romper nuestros esquemas.
23. La intimidad de la Iglesia con Jesús es una
intimidad itinerante, y la comunión «esencialmente se configura como comunión
misionera».[20] Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la
Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas
las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es
para todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia el ángel a los
pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena Noticia, una gran
alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El Apocalipsis se refiere a
«una Buena Noticia, la eterna, la que él debía anunciar a los habitantes de la
tierra, a toda nación, familia, lengua y
pueblo» (Ap 14,6).
24. La Iglesia en salida es la comunidad de
discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que
fructifican y festejan. «Primerear»: sepan disculpar este neologismo. La
comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha
primereado en el amor (cf. 1 Jn
4,10); y, por eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir
al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para
invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia,
fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza
difusiva. ¡Atrevámonos un poco más a primerear! Como consecuencia, la Iglesia
sabe «involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se
involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para
lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora
se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica
distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida
humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores
tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la comunidad
evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en todos sus
procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de
aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita
maltratar límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La
comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la
quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador,
cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas
ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una
situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean
imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla hasta
el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de
enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y
renovadora. Por último, la comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe
«festejar». Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la
evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en
medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se
evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es
celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso
donativo.
25. No ignoro que hoy los documentos no
despiertan el mismo interés que en otras épocas, y son rápidamente olvidados.
No obstante, destaco que lo que trataré de expresar aquí tiene un sentido
programático y consecuencias importantes. Espero que todas las comunidades
procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión
pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están. Ya no nos sirve
una «simple administración».[21] Constituyámonos en todas las regiones de la
tierra en un «estado permanente de misión».[22]
26. Pablo VI invitó a ampliar el llamado a la
renovación, para expresar con fuerza que no se dirige sólo a los individuos
aislados, sino a la Iglesia entera. Recordemos este memorable texto que no ha
perdido su fuerza interpelante: «La Iglesia debe profundizar en la conciencia
de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio […] De esta
iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar la imagen
ideal de la Iglesia -tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como Esposa suya
santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)- y
el rostro real que hoy la Iglesia presenta […] Brota, por lo tanto, un anhelo
generoso y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos
que denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior, frente al
espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí».[23]
El Concilio Vaticano II presentó la conversión
eclesial como la apertura a una permanente reforma de sí por fidelidad a
Jesucristo: «Toda la renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el
aumento de la fidelidad a su vocación […] Cristo llama a la Iglesia
peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en cuanto
institución humana y terrena, tiene siempre necesidad».[24]
Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a
condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estructuras
sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida
nueva y auténtico espíritu evangélico, sin «fidelidad de la Iglesia a la propia
vocación», cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo.
27. Sueño con una opción misionera capaz de
transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el
lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la
evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de
estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este
sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral
ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a
los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta
positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad. Como decía
Juan Pablo II a los Obispos de Oceanía, «toda renovación en el seno de la
Iglesia debe tender a la misión como objetivo para no caer presa de una especie
de introversión eclesial».[25]
28. La parroquia no es una estructura caduca;
precisamente porque tiene una gran plasticidad, puede tomar formas muy diversas
que requieren la docilidad y la creatividad misionera del Pastor y de la
comunidad. Aunque ciertamente no es la única institución evangelizadora, si es
capaz de reformarse y adaptarse continuamente, seguirá siendo «la misma Iglesia
que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas».[26] Esto supone que realmente esté en contacto con
los hogares y con la vida del pueblo, y no se convierta en una prolija
estructura separada de la gente o en un grupo de selectos que se miran a sí
mismos. La parroquia es presencia eclesial en el territorio, ámbito de la
escucha de la Palabra, del crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del
anuncio, de la caridad generosa, de la adoración y la celebración.[27] A través de todas sus actividades, la
parroquia alienta y forma a sus miembros para que sean agentes de
evangelización.[28] Es comunidad de comunidades, santuario
donde los sedientos van a beber para seguir caminando, y centro de constante
envío misionero. Pero tenemos que reconocer que el llamado a la revisión y
renovación de las parroquias todavía no ha dado suficientes frutos en orden a
que estén todavía más cerca de la gente, que sean ámbitos de viva comunión y
participación, y se orienten completamente a la misión.
29. Las demás instituciones eclesiales,
comunidades de base y pequeñas comunidades, movimientos y otras formas de
asociación, son una riqueza de la Iglesia que el Espíritu suscita para
evangelizar todos los ambientes y sectores. Muchas veces aportan un nuevo fervor
evangelizador y una capacidad de diálogo con el mundo que renuevan a la
Iglesia. Pero es muy sano que no pierdan el contacto con esa realidad tan rica
de la parroquia del lugar, y que se integren gustosamente en la pastoral
orgánica de la Iglesia particular.[29] Esta integración evitará que se queden sólo con
una parte del Evangelio y de la Iglesia, o que se conviertan en nómadas sin
raíces.
30. Cada Iglesia particular, porción de la
Iglesia católica bajo la guía de su obispo, también está llamada a la
conversión misionera. Ella es el sujeto primario de la evangelización,[30] ya que es la manifestación concreta de la
única Iglesia en un lugar del mundo, y en ella «verdaderamente está y obra la
Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica».[31] Es la Iglesia encarnada en un espacio
determinado, provista de todos los medios de salvación dados por Cristo, pero
con un rostro local. Su alegría de comunicar a Jesucristo se expresa tanto
en su preocupación por anunciarlo en otros lugares más necesitados como en una
salida constante hacia las periferias de su propio territorio o hacia los
nuevos ámbitos socioculturales.[32] Procura estar siempre allí donde hace más falta
la luz y la vida del Resucitado.[33] En orden a que este impulso misionero sea
cada vez más intenso, generoso y fecundo, exhorto también a cada Iglesia
particular a entrar en un proceso decidido de discernimiento, purificación y
reforma.
31. El obispo siempre debe fomentar la comunión
misionera en su Iglesia diocesana siguiendo el ideal de las primeras
comunidades cristianas, donde los creyentes tenían un solo corazón y una sola
alma (cf. Hch 4,32). Para eso, a
veces estará delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo,
otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y
misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a
los rezagados y, sobre todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar
nuevos caminos. En su misión de fomentar una comunión dinámica, abierta y
misionera, tendrá que alentar y procurar la maduración de los mecanismos de
participación que propone el Código de
Derecho Canónico[34] y otras formas de diálogo pastoral, con el deseo
de escuchar a todos y no sólo a algunos que le acaricien los oídos. Pero el
objetivo de estos procesos participativos no será principalmente la
organización eclesial, sino el sueño misionero de llegar a todos.
32. Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a
los demás, también debo pensar en una conversión del papado. Me corresponde, como
Obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio
de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y
a las necesidades actuales de la evangelización. El Papa Juan Pablo II pidió
que se le ayudara a encontrar «una forma del ejercicio del primado que, sin
renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación
nueva».[35] Hemos avanzado poco en ese sentido. También el
papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escuchar
el llamado a una conversión pastoral. El Concilio Vaticano II expresó que, de
modo análogo a las antiguas Iglesias patriarcales, las Conferencias episcopales
pueden «desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto
colegial tenga una aplicación concreta».[36] Pero este deseo no se realizó plenamente, por
cuanto todavía no se ha explicitado suficientemente un estatuto de las
Conferencias episcopales que las conciba como sujetos de atribuciones
concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad doctrinal.[37] Una excesiva centralización, más que ayudar,
complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera.
33. La pastoral en clave de misión pretende
abandonar el cómodo criterio pastoral del «siempre se ha hecho así». Invito a
todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las
estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias
comunidades. Una postulación de los fines sin una adecuada búsqueda comunitaria
de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera fantasía.
Exhorto a todos a aplicar con generosidad y valentía las orientaciones de este
documento, sin prohibiciones ni miedos. Lo importante es no caminar solos,
contar siempre con los hermanos y especialmente con la guía de los obispos, en
un sabio y realista discernimiento pastoral.
34. Si pretendemos poner todo en clave misionera,
esto también vale para el modo de comunicar el mensaje. En el mundo de hoy, con
la velocidad de las comunicaciones y la selección interesada de contenidos que
realizan los medios, el mensaje que anunciamos corre más que nunca el riesgo de
aparecer mutilado y reducido a algunos de sus aspectos secundarios. De ahí que
algunas cuestiones que forman parte de la enseñanza moral de la Iglesia queden
fuera del contexto que les da sentido. El problema mayor se produce cuando el
mensaje que anunciamos aparece entonces identificado con esos aspectos
secundarios que, sin dejar de ser importantes, por sí solos no manifiestan el
corazón del mensaje de Jesucristo. Entonces conviene ser realistas y no dar por
supuesto que nuestros interlocutores conocen el trasfondo completo de lo que
decimos o que pueden conectar nuestro discurso con el núcleo esencial del
Evangelio que le otorga sentido, hermosura y atractivo.
35. Una pastoral en clave misionera no se
obsesiona por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se
intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo pastoral y
un estilo misionero, que realmente llegue a todos sin excepciones ni
exclusiones, el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo
más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta
se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y así se vuelve más
contundente y radiante.
36. Todas las verdades reveladas proceden de la
misma fuente divina y son creídas con la misma fe, pero algunas de ellas son
más importantes por expresar más directamente el corazón del Evangelio. En este
núcleo fundamental lo que resplandece es la
belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y
resucitado. En este sentido, el Concilio Vaticano II explicó que «hay un
orden o “jerarquía” en las verdades en la doctrina católica, por ser
diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana».[38] Esto vale tanto para los dogmas de fe como para
el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso para la enseñanza moral.
37. Santo Tomás de Aquino enseñaba que en el
mensaje moral de la Iglesia también hay una jerarquía,
en las virtudes y en los actos que de ellas proceden.[39] Allí lo que cuenta es ante todo «la fe que se
hace activa por la caridad» (Ga 5,6).
Las obras de amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de la
gracia interior del Espíritu: «La principalidad de la ley nueva está en la
gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el amor».[40] Por ello explica que, en cuanto al obrar
exterior, la misericordia es la mayor de todas las virtudes: «En sí misma la
misericordia es la más grande de las virtudes, ya que a ella pertenece volcarse
en otros y, más aún, socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del superior,
y por eso se tiene como propio de Dios tener misericordia, en la cual
resplandece su omnipotencia de modo máximo».[41]
38. Es importante sacar las consecuencias
pastorales de la enseñanza conciliar, que recoge una antigua convicción de la
Iglesia. Ante todo hay que decir que en el anuncio del Evangelio es necesario
que haya una adecuada proporción. Ésta se advierte en la frecuencia con la cual
se mencionan algunos temas y en los acentos que se ponen en la predicación. Por
ejemplo, si un párroco a lo largo de un año litúrgico habla diez veces sobre la
templanza y sólo dos o tres veces sobre la caridad o la justicia, se produce
una desproporción donde las que se ensombrecen son precisamente aquellas
virtudes que deberían estar más presentes en la predicación y en la catequesis.
Lo mismo sucede cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la
Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios.
39. Así como la organicidad entre las virtudes
impide excluir alguna de ellas del ideal cristiano, ninguna verdad es negada.
No hay que mutilar la integralidad del mensaje del Evangelio. Es más, cada
verdad se comprende mejor si se la pone en relación con la armoniosa totalidad
del mensaje cristiano, y en ese contexto todas las verdades tienen su
importancia y se iluminan unas a otras. Cuando la predicación es fiel al
Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas verdades y
queda claro que la predicación moral cristiana no es una ética estoica, es más
que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y
errores. El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos
salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el
bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer!
Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si esa
invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia
corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro
peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino
algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones
ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de
tener «olor a Evangelio».
40. La Iglesia, que es discípula misionera,
necesita crecer en su interpretación de la Palabra revelada y en su comprensión
de la verdad. La tarea de los exégetas y de los teólogos ayuda a «madurar el
juicio de la Iglesia».[42] De otro modo también lo hacen las demás
ciencias. Refiriéndose a las ciencias sociales, por ejemplo, Juan Pablo II ha
dicho que la Iglesia presta atención a sus aportes «para sacar indicaciones
concretas que le ayuden a desempeñar su misión de Magisterio».[43] Además, en el seno de la Iglesia hay
innumerables cuestiones acerca de las cuales se investiga y se reflexiona con
amplia libertad. Las distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y
pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y el amor,
también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el
riquísimo tesoro de la Palabra. A quienes sueñan con una doctrina monolítica
defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una imperfecta
dispersión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se manifiesten y
desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza del Evangelio.[44]
41. Al mismo tiempo, los enormes y veloces
cambios culturales requieren que prestemos una constante atención para intentar
expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir su
permanente novedad. Pues en el depósito de la doctrina cristiana «una cosa es
la substancia […] y otra la manera de formular su expresión».[45] A veces, escuchando un lenguaje completamente
ortodoxo, lo que los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y
comprenden, es algo que no responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con
la santa intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano,
en algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no es
verdaderamente cristiano. De ese modo, somos fieles a una formulación, pero no
entregamos la substancia. Ése es el riesgo más grave. Recordemos que «la
expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de
expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje
evangélico en su inmutable significado».[46]
42. Esto tiene una gran incidencia en el anuncio
del Evangelio si de verdad tenemos el propósito de que su belleza pueda ser
mejor percibida y acogida por todos. De cualquier modo, nunca podremos
convertir las enseñanzas de la Iglesia en algo fácilmente comprendido y
felizmente valorado por todos. La fe siempre conserva un aspecto de cruz,
alguna oscuridad que no le quita la firmeza de su adhesión. Hay cosas que sólo
se comprenden y valoran desde esa adhesión que es hermana del amor, más allá de
la claridad con que puedan percibirse las razones y argumentos. Por ello, cabe
recordar que todo adoctrinamiento ha de situarse en la actitud evangelizadora
que despierte la adhesión del corazón con la cercanía, el amor y el testimonio.
43. En su constante discernimiento, la Iglesia
también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al
núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy
ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser
percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo
servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de
revisarlas. Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber
sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza
educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los
preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios «son poquísimos».[47] Citando a san Agustín, advertía que los
preceptos añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación
«para no hacer pesada la vida a los fieles» y convertir nuestra religión en una
esclavitud, cuando «la misericordia de Dios quiso que fuera libre».[48] Esta advertencia, hecha varios siglos atrás,
tiene una tremenda actualidad. Debería ser uno de los criterios a considerar a
la hora de pensar una reforma de la Iglesia y de su predicación que permita
realmente llegar a todos.
44. Por otra parte, tanto los Pastores como todos
los fieles que acompañen a sus hermanos en la fe o en un camino de apertura a
Dios, no pueden olvidar lo que con tanta claridad enseña el Catecismo de la Iglesia católica: «La imputabilidad y la responsabilidad de una
acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia,
la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados
y otros factores psíquicos o sociales».[49]
Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal
evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles
de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día.[50] A los sacerdotes les recuerdo que el
confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia
del Señor que nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio
de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida
exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes
dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico
de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y
caídas.
45. Vemos así que la tarea evangelizadora se
mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre
comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin
renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la
perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace
«débil con los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22). Nunca se encierra, nunca se repliega en sus
seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene
que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los
senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el
riesgo de mancharse con el barro del camino.
46. La Iglesia «en salida» es una Iglesia con las
puertas abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no
implica correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido. Muchas veces es más bien
detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o
renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino.
A veces es como el padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas
abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad.
47. La Iglesia está llamada a ser siempre la casa
abierta del Padre. Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos
con las puertas abiertas en todas partes. De ese modo, si alguien quiere seguir
una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la
frialdad de unas puertas cerradas. Pero hay otras puertas que tampoco se deben
cerrar. Todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos
pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas de los sacramentos deberían
cerrarse por una razón cualquiera. Esto vale sobre todo cuando se trata de ese
sacramento que es «la puerta», el Bautismo. La Eucaristía, si bien constituye la
plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un
generoso remedio y un alimento para los débiles.[51] Estas convicciones también tienen consecuencias
pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo
nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero
la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno
con su vida a cuestas.
48. Si la Iglesia entera asume este dinamismo
misionero, debe llegar a todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes debería
privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación
contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres
y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que «no
tienen con qué recompensarte» (Lc
14,14). No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje
tan claro. Hoy y siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del
Evangelio»,[52] y la
evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino
a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre
nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos.
49. Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito
aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y
laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por
salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad
de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por
ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y
procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra
conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el
consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los
contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a
equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras
que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera
hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros
de comer!» (Mc 6,37).
CAPÍTULO SEGUNDO
EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO
50. Antes de hablar acerca de algunas cuestiones fundamentales
relacionadas con la acción evangelizadora, conviene recordar brevemente cuál es
el contexto en el cual nos toca vivir y actuar. Hoy suele hablarse de un
«exceso de diagnóstico» que no siempre está acompañado de propuestas
superadoras y realmente aplicables. Por otra parte, tampoco nos serviría una
mirada puramente sociológica, que podría tener pretensiones de abarcar toda la
realidad con su metodología de una manera supuestamente neutra y aséptica. Lo
que quiero ofrecer va más bien en la línea de un discernimiento evangélico. Es la mirada del discípulo misionero,
que se «alimenta a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo».[53]
51. No es función del Papa ofrecer un análisis detallado y completo
sobre la realidad contemporánea, pero aliento a todas las comunidades a una
«siempre vigilante capacidad de estudiar los signos de los tiempos».[54]
Se trata de una responsabilidad grave, ya que algunas realidades del presente,
si no son bien resueltas, pueden desencadenar procesos de deshumanización
difíciles de revertir más adelante. Es preciso esclarecer aquello que pueda ser
un fruto del Reino y también aquello que atenta contra el proyecto de Dios.
Esto implica no sólo reconocer e interpretar las mociones del buen espíritu y
del malo, sino –y aquí radica lo decisivo– elegir las del buen espíritu y
rechazar las del malo. Doy por supuestos los diversos análisis que ofrecieron
otros documentos del Magisterio universal, así como los que han propuesto los
episcopados regionales y nacionales. En esta Exhortación sólo pretendo detenerme
brevemente, con una mirada pastoral, en algunos aspectos de la realidad que
pueden detener o debilitar los dinamismos de renovación misionera de la
Iglesia, sea porque afectan a la vida y a la dignidad del Pueblo de Dios, sea
porque inciden también en los sujetos que participan de un modo más directo en
las instituciones eclesiales y en tareas evangelizadoras.
52. La humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos
ver en los adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar los
avances que contribuyen al bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el
ámbito de la salud, de la educación y de la comunicación. Sin embargo, no
podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive
precariamente el día a día, con consecuencias funestas. Algunas patologías van
en aumento. El miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas
personas, incluso en los llamados países ricos. La alegría de vivir
frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la violencia crecen, la
inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para vivir y, a menudo, para
vivir con poca dignidad. Este cambio de época se ha generado por los enormes
saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados y acumulativos que se dan en el
desarrollo científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus veloces
aplicaciones en distintos campos de la naturaleza y de la vida. Estamos en la
era del conocimiento y la información, fuente de nuevas formas de un poder
muchas veces anónimo.
53. Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para
asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía
de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea
noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una
caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que
se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo
entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde
el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes
masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin
horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un
bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la
cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del
fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la
exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la
que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder,
sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos,
«sobrantes».
54. En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del
«derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la
libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión
social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos,
expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder
económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante.
Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo
de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta,
se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo,
nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no
lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo
fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar
nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no
hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades
nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.
55. Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación
que hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su
predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que
atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis
antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos
ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el
fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un
objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial que afecta a las finanzas y a
la economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave
carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de
sus necesidades: el consumo.
56. Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las
de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz.
Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta
de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de
control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una
nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e
implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a
los países de las posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su
poder adquisitivo real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una
evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de poder
y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en
orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio
ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado,
convertidos en regla absoluta.
57. Tras esta actitud se esconde el rechazo de la ética y el rechazo
de Dios. La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se considera
contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se
la siente como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la
persona. En definitiva, la ética lleva a un Dios que espera una respuesta
comprometida que está fuera de las categorías del mercado. Para éstas, si son
absolutizadas, Dios es incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por
llamar al ser humano a su plena realización y a la independencia de cualquier
tipo de esclavitud. La ética –una ética no ideologizada– permite crear un
equilibrio y un orden social más humano. En este sentido, animo a los expertos
financieros y a los gobernantes de los países a considerar las palabras de un
sabio de la antigüedad: «No compartir con los pobres los propios bienes es
robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino
suyos».[55]
58. Una reforma financiera que no ignore la ética requeriría un cambio
de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos, a quienes exhorto a
afrontar este reto con determinación y visión de futuro, sin ignorar, por
supuesto, la especificidad de cada contexto. ¡El dinero debe servir y no
gobernar! El Papa ama a todos, ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre
de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos,
promocionarlos. Os exhorto a la solidaridad desinteresada y a una vuelta de la
economía y las finanzas a una ética en favor del ser humano.
59. Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no
se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los
distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la
violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de
oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo
de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad
–local, nacional o mundial– abandona en la periferia una parte de sí misma, no
habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan
asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la
inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino
porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien
tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a
expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier
sistema político y social por más sólido que parezca. Si cada acción tiene
consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene
siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en
estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro
mejor. Estamos lejos del llamado «fin de la historia», ya que las condiciones
de un desarrollo sostenible y en paz todavía no están adecuadamente planteadas
y realizadas.
60. Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación
del consumo, pero resulta que el consumismo desenfrenado unido a la inequidad
es doblemente dañino del tejido social. Así la inequidad genera tarde o
temprano una violencia que las carreras armamentistas no resuelven ni
resolverán jamás. Sólo sirven para pretender engañar a los que reclaman mayor
seguridad, como si hoy no supiéramos que las armas y la represión violenta, más
que aportar soluciones, crean nuevos y peores conflictos. Algunos simplemente
se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males,
con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una
«educación» que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e
inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer
ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países
–en sus gobiernos, empresarios e instituciones– cualquiera que sea la ideología
política de los gobernantes.
61. Evangelizamos también cuando tratamos de afrontar los diversos
desafíos que puedan presentarse.[56] A
veces éstos se manifiestan en verdaderos ataques a la libertad religiosa o en
nuevas situaciones de persecución a los cristianos, las cuales en algunos
países han alcanzado niveles alarmantes de odio y violencia. En muchos lugares
se trata más bien de una difusa indiferencia relativista, relacionada con el
desencanto y la crisis de las ideologías que se provocó como reacción contra
todo lo que parezca totalitario. Esto no perjudica sólo a la Iglesia, sino a la
vida social en general. Reconozcamos que una cultura, en la cual cada uno
quiere ser el portador de una propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los
ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y
deseos personales.
62. En la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo
exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio.
Lo real cede el lugar a la apariencia. En muchos países, la globalización ha
significado un acelerado deterioro de las raíces culturales con la invasión de
tendencias pertenecientes a otras culturas, económicamente desarrolladas pero
éticamente debilitadas. Así lo han manifestado en distintos Sínodos los Obispos
de varios continentes. Los Obispos africanos, por ejemplo, retomando la
Encíclica Sollicitudo rei socialis, señalaron
años atrás que muchas veces se quiere convertir a los países de África en
simples «piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco. Esto sucede a menudo
en el campo de los medios de comunicación social, los cuales, al estar
dirigidos mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no siempre tienen
en la debida consideración las prioridades y los problemas propios de estos
países, ni respetan su fisonomía cultural».[57]
Igualmente, los Obispos de Asia «subrayaron los influjos que desde el exterior
se ejercen sobre las culturas asiáticas. Están apareciendo nuevas formas de
conducta, que son resultado de una excesiva exposición a los medios de
comunicación social […] Eso tiene como consecuencia que los aspectos negativos
de las industrias de los medios de comunicación y de entretenimiento ponen en
peligro los valores tradicionales».[58]
63. La fe católica de muchos pueblos se enfrenta hoy con el desafío de
la proliferación de nuevos movimientos religiosos, algunos tendientes al
fundamentalismo y otros que parecen proponer una espiritualidad sin Dios. Esto
es, por una parte, el resultado de una reacción humana frente a la sociedad
materialista, consumista e individualista y, por otra parte, un aprovechamiento
de las carencias de la población que vive en las periferias y zonas
empobrecidas, que sobrevive en medio de grandes dolores humanos y busca
soluciones inmediatas para sus necesidades. Estos movimientos religiosos, que
se caracterizan por su sutil penetración, vienen a llenar, dentro del
individualismo imperante, un vacío dejado por el racionalismo secularista.
Además, es necesario que reconozcamos que, si parte de nuestro pueblo bautizado
no experimenta su pertenencia a la Iglesia, se debe también a la existencia de
unas estructuras y a un clima poco acogedores en algunas de nuestras parroquias
y comunidades, o a una actitud burocrática para dar respuesta a los problemas,
simples o complejos, de la vida de nuestros pueblos. En muchas partes hay un
predominio de lo administrativo sobre lo pastoral, así como una
sacramentalización sin otras formas de evangelización.
64. El proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia
al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha
producido una creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido del
pecado personal y social y un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan
una desorientación generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y
la juventud, tan vulnerable a los cambios. Como bien indican los Obispos de
Estados Unidos de América, mientras la Iglesia insiste en la existencia de
normas morales objetivas, válidas para todos, «hay quienes presentan esta
enseñanza como injusta, esto es, como opuesta a los derechos humanos básicos.
Tales alegatos suelen provenir de una forma de relativismo moral que está
unida, no sin inconsistencia, a una creencia en los derechos absolutos de los
individuos. En este punto de vista se percibe a la Iglesia como si promoviera
un prejuicio particular y como si interfiriera con la libertad individual».[59]
Vivimos en una sociedad de la información que nos satura indiscriminadamente de
datos, todos en el mismo nivel, y termina llevándonos a una tremenda
superficialidad a la hora de plantear las cuestiones morales. Por consiguiente,
se vuelve necesaria una educación que enseñe a pensar críticamente y que
ofrezca un camino de maduración en valores.
65. A pesar de toda la corriente secularista que invade las
sociedades, en muchos países -aun donde el cristianismo es minoría- la Iglesia
católica es una institución creíble ante la opinión pública, confiable en lo
que respecta al ámbito de la solidaridad y de la preocupación por los más
carenciados. En repetidas ocasiones ha servido de mediadora en favor de la
solución de problemas que afectan a la paz, la concordia, la tierra, la defensa
de la vida, los derechos humanos y ciudadanos, etc. ¡Y cuánto aportan las
escuelas y universidades católicas en todo el mundo! Es muy bueno que así sea.
Pero nos cuesta mostrar que, cuando planteamos otras cuestiones que despiertan
menor aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a las mismas convicciones
sobre la dignidad humana y el bien común.
66. La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las
comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los
vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de
la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a
pertenecer a otros y donde los padres transmiten la fe a sus hijos. El
matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva que
puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la
sensibilidad de cada uno. Pero el aporte indispensable del matrimonio a la
sociedad supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades
circunstanciales de la pareja. Como enseñan los Obispos franceses, no procede
«del sentimiento amoroso, efímero por definición, sino de la profundidad del
compromiso asumido por los esposos que aceptan entrar en una unión de vida
total».[60]
67. El individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de
vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las
personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares. La acción pastoral debe
mostrar mejor todavía que la relación con nuestro Padre exige y alienta una
comunión que sane, promueva y afiance los vínculos interpersonales. Mientras en
el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de
guerras y enfrentamientos, los cristianos insistimos en nuestra propuesta de
reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar
lazos y de ayudarnos «mutuamente a llevar las cargas» (Ga 6,2). Por otra parte, hoy surgen muchas formas de asociación para
la defensa de derechos y para la consecución de nobles objetivos. Así se
manifiesta una sed de participación de numerosos ciudadanos que quieren ser
constructores del desarrollo social y cultural.
68. El substrato cristiano de algunos pueblos –sobre todo
occidentales– es una realidad viva. Allí encontramos, especialmente en los más
necesitados, una reserva moral que guarda valores de auténtico humanismo
cristiano. Una mirada de fe sobre la realidad no puede dejar de reconocer lo
que siembra el Espíritu Santo. Sería desconfiar de su acción libre y generosa
pensar que no hay auténticos valores cristianos donde una gran parte de la
población ha recibido el Bautismo y expresa su fe y su solidaridad fraterna de
múltiples maneras. Allí hay que reconocer mucho más que unas «semillas del
Verbo», ya que se trata de una auténtica fe católica con modos propios de
expresión y de pertenencia a la Iglesia. No conviene ignorar la tremenda
importancia que tiene una cultura marcada por la fe, porque esa cultura
evangelizada, más allá de sus límites, tiene muchos más recursos que una mera
suma de creyentes frente a los embates del secularismo actual. Una cultura
popular evangelizada contiene valores de fe y de solidaridad que pueden provocar
el desarrollo de una sociedad más justa y creyente, y posee una sabiduría
peculiar que hay que saber reconocer con una mirada agradecida.
69. Es imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para
inculturar el Evangelio. En los países de tradición católica se tratará de
acompañar, cuidar y fortalecer la riqueza que ya existe, y en los países de
otras tradiciones religiosas o profundamente secularizados se tratará de
procurar nuevos procesos de evangelización de la cultura, aunque supongan proyectos
a muy largo plazo. No podemos, sin embargo, desconocer que siempre hay un
llamado al crecimiento. Toda cultura y todo grupo social necesitan purificación
y maduración. En el caso de las culturas populares de pueblos católicos,
podemos reconocer algunas debilidades que todavía deben ser sanadas por el
Evangelio: el machismo, el alcoholismo, la violencia doméstica, una escasa
participación en la Eucaristía, creencias fatalistas o supersticiosas que hacen
recurrir a la brujería, etc. Pero es precisamente la piedad popular el mejor
punto de partida para sanarlas y liberarlas.
70. También es cierto que a veces el acento, más que en el impulso de
la piedad cristiana, se coloca en formas exteriores de tradiciones de ciertos
grupos, o en supuestas revelaciones privadas que se absolutizan. Hay cierto
cristianismo de devociones, propio de una vivencia individual y sentimental de
la fe, que en realidad no responde a una auténtica «piedad popular». Algunos
promueven estas expresiones sin preocuparse por la promoción social y la
formación de los fieles, y en ciertos casos lo hacen para obtener beneficios
económicos o algún poder sobre los demás. Tampoco podemos ignorar que en las
últimas décadas se ha producido una ruptura en la transmisión generacional de
la fe cristiana en el pueblo católico. Es innegable que muchos se sienten
desencantados y dejan de identificarse con la tradición católica, que son más
los padres que no bautizan a sus hijos y no les enseñan a rezar, y que hay un
cierto éxodo hacia otras comunidades de fe. Algunas causas de esta ruptura son:
la falta de espacios de diálogo familiar, la influencia de los medios de
comunicación, el subjetivismo relativista, el consumismo desenfrenado que
alienta el mercado, la falta de acompañamiento pastoral a los más pobres, la
ausencia de una acogida cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad
para recrear la adhesión mística de la fe en un escenario religioso plural.
71. La nueva Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap 21,2-4), es el destino hacia donde peregrina toda la humanidad.
Es llamativo que la revelación nos diga que la plenitud de la humanidad y de la
historia se realiza en una ciudad. Necesitamos reconocer la ciudad desde una
mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita
en sus hogares, en sus calles, en sus plazas. La presencia de Dios acompaña las
búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y
sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad,
la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no debe
ser fabricada sino descubierta, develada. Dios no se oculta a aquellos que lo
buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y
difusa.
72. En la ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos de
vida, por costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo territorial y
de las relaciones, que difiere del estilo de los habitantes rurales. En sus
vidas cotidianas los ciudadanos muchas veces luchan por sobrevivir, y en esas
luchas se esconde un sentido profundo de la existencia que suele entrañar
también un hondo sentido religioso. Necesitamos contemplarlo para lograr un
diálogo como el que el Señor desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde
ella buscaba saciar su sed (cf. Jn
4,7-26).
73. Nuevas culturas continúan gestándose en estas enormes geografías
humanas en las que el cristiano ya no suele ser promotor o generador de
sentido, sino que recibe de ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y
paradigmas que ofrecen nuevas orientaciones de vida, frecuentemente en
contraste con el Evangelio de Jesús. Una cultura inédita late y se elabora en
la ciudad. El Sínodo ha constatado que hoy las transformaciones de esas grandes
áreas y la cultura que expresan son un lugar privilegiado de la nueva
evangelización.[61] Esto
requiere imaginar espacios de oración y de comunión con características
novedosas, más atractivas y significativas para los habitantes urbanos. Los
ambientes rurales, por la influencia de los medios de comunicación de masas, no
están ajenos a estas transformaciones culturales que también operan cambios
significativos en sus modos de vida.
74. Se impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de
relación con Dios, con los otros y con el espacio, y que suscite los valores
fundamentales. Es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y
paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma
de las ciudades. No hay que olvidar que la ciudad es un ámbito multicultural.
En las grandes urbes puede observarse un entramado en el que grupos de personas
comparten las mismas formas de soñar la vida y similares imaginarios y se
constituyen en nuevos sectores humanos, en territorios culturales, en ciudades
invisibles. Variadas formas culturales conviven de hecho, pero ejercen muchas
veces prácticas de segregación y de violencia. La Iglesia está llamada a ser
servidora de un difícil diálogo. Por otra parte, aunque hay ciudadanos que
consiguen los medios adecuados para el desarrollo de la vida personal y
familiar, son muchísimos los «no ciudadanos», los «ciudadanos a medias» o los
«sobrantes urbanos». La ciudad produce una suerte de permanente ambivalencia,
porque, al mismo tiempo que ofrece a sus ciudadanos infinitas posibilidades,
también aparecen numerosas dificultades para el pleno desarrollo de la vida de
muchos. Esta contradicción provoca sufrimientos lacerantes. En muchos lugares
del mundo, las ciudades son escenarios de protestas masivas donde miles de
habitantes reclaman libertad, participación, justicia y diversas reivindicaciones
que, si no son adecuadamente interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza.
75. No podemos ignorar que en las ciudades fácilmente se desarrollan
el tráfico de drogas y de personas, el abuso y la explotación de menores, el
abandono de ancianos y enfermos, varias formas de corrupción y de crimen. Al
mismo tiempo, lo que podría ser un precioso espacio de encuentro y solidaridad,
frecuentemente se convierte en el lugar de la huida y de la desconfianza mutua.
Las casas y los barrios se construyen más para aislar y proteger que para
conectar e integrar. La proclamación del Evangelio será una base para restaurar
la dignidad de la vida humana en esos contextos, porque Jesús quiere derramar
en las ciudades vida en abundancia (cf. Jn
10,10). El sentido unitario y completo de la vida humana que propone el
Evangelio es el mejor remedio para los males urbanos, aunque debamos advertir
que un programa y un estilo uniforme e inflexible de evangelización no son
aptos para esta realidad. Pero vivir a fondo lo humano e introducirse en el
corazón de los desafíos como fermento testimonial, en cualquier cultura, en
cualquier ciudad, mejora al cristiano y fecunda la ciudad.
76. Siento una enorme gratitud por la tarea de todos los que trabajan
en la Iglesia. No quiero detenerme ahora a exponer las actividades de los
diversos agentes pastorales, desde los obispos hasta el más sencillo y
desconocido de los servicios eclesiales. Me gustaría más bien reflexionar
acerca de los desafíos que todos ellos enfrentan en medio de la actual cultura
globalizada. Pero tengo que decir, en primer lugar y como deber de justicia,
que el aporte de la Iglesia en el mundo actual es enorme. Nuestro dolor y
nuestra vergüenza por los pecados de algunos miembros de la Iglesia, y por los
propios, no deben hacer olvidar cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan
a tanta gente a curarse o a morir en paz en precarios hospitales, o acompañan
personas esclavizadas por diversas adicciones en los lugares más pobres de la
tierra, o se desgastan en la educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos
abandonados por todos, o tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, o
se entregan de muchas otras maneras que muestran ese inmenso amor a la
humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho hombre. Agradezco el hermoso
ejemplo que me dan tantos cristianos que ofrecen su vida y su tiempo con
alegría. Ese testimonio me hace mucho bien y me sostiene en mi propio deseo de
superar el egoísmo para entregarme más.
77. No obstante, como hijos de esta época, todos nos vemos afectados
de algún modo por la cultura globalizada actual que, sin dejar de mostrarnos
valores y nuevas posibilidades, también puede limitarnos, condicionarnos e
incluso enfermarnos. Reconozco que necesitamos crear espacios motivadores y
sanadores para los agentes pastorales, «lugares donde regenerar la propia fe en
Jesús crucificado y resucitado, donde compartir las propias preguntas más
profundas y las preocupaciones cotidianas, donde discernir en profundidad con
criterios evangélicos sobre la propia existencia y experiencia, con la
finalidad de orientar al bien y a la belleza las propias elecciones
individuales y sociales».[62]
Al mismo tiempo, quiero llamar la atención sobre algunas tentaciones que
particularmente hoy afectan a los agentes pastorales.
78. Hoy se puede advertir en muchos agentes pastorales, incluso en
personas consagradas, una preocupación exacerbada por los espacios personales
de autonomía y de distensión, que lleva a vivir las tareas como un mero
apéndice de la vida, como si no fueran parte de la propia identidad. Al mismo
tiempo, la vida espiritual se confunde con algunos momentos religiosos que
brindan cierto alivio pero que no alimentan el encuentro con los demás, el
compromiso en el mundo, la pasión evangelizadora. Así, pueden advertirse en
muchos agentes evangelizadores, aunque oren, una acentuación del individualismo, una crisis de identidad y una caída
del fervor. Son tres males que se alimentan entre sí.
79. La cultura mediática y algunos ambientes intelectuales a veces
transmiten una marcada desconfianza hacia el mensaje de la Iglesia, y un cierto
desencanto. Como consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales
desarrollan una especie de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar
u ocultar su identidad cristiana y sus convicciones. Se produce entonces un
círculo vicioso, porque así no son felices con lo que son y con lo que hacen,
no se sienten identificados con su misión evangelizadora, y esto debilita la
entrega. Terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por
ser como todos y por tener lo que
poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se vuelven forzadas y se
dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado.
80. Se desarrolla en los agentes pastorales, más allá del estilo
espiritual o la línea de pensamiento que puedan tener, un relativismo todavía
más peligroso que el doctrinal. Tiene que ver con las opciones más profundas y
sinceras que determinan una forma de vida. Este relativismo práctico es actuar
como si Dios no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como
si los demás no existieran, trabajar como si quienes no recibieron el anuncio
no existieran. Llama la atención que aun quienes aparentemente poseen sólidas
convicciones doctrinales y espirituales suelen caer en un estilo de vida que
los lleva a aferrarse a seguridades económicas, o a espacios de poder y de
gloria humana que se procuran por cualquier medio, en lugar de dar la vida por
los demás en la misión. ¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero!
81. Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz
al mundo, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar
alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que les
pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo,
conseguir catequistas capacitados para las parroquias y que perseveren en la
tarea durante varios años. Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que
cuidan con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente se debe a que las
personas necesitan imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si
una tarea evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al
amor de Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y fecundos.
Algunos se resisten a probar hasta el fondo el gusto de la misión y quedan
sumidos en una acedia paralizante.
82. El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre
todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una
espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas
cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio
feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado. Esta
acedia pastoral puede tener diversos orígenes. Algunos caen en ella por
sostener proyectos irrealizables y no vivir con ganas lo que buenamente podrían
hacer. Otros, por no aceptar la costosa evolución de los procesos y querer que
todo caiga del cielo. Otros, por apegarse a algunos proyectos o a sueños de
éxitos imaginados por su vanidad. Otros, por perder el contacto real con el
pueblo, en una despersonalización de la pastoral que lleva a prestar más
atención a la organización que a las personas, y entonces les entusiasma más la
«hoja de ruta» que la ruta misma. Otros caen en la acedia por no saber esperar
y querer dominar el ritmo de la vida. El inmediatismo ansioso de estos tiempos
hace que los agentes pastorales no toleren fácilmente lo que signifique alguna
contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz.
83. Así se gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la
vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con
normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en
mezquindad».[63]
Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los
cristianos en momias de museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o
consigo mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza
dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como «el más preciado de los
elixires del demonio».[64]
Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se dejan cautivar por cosas
que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo
apostólico. Por todo esto me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría
evangelizadora!
84. La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar
(cf. Jn 16,22). Los males de nuestro
mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para reducir nuestra
entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la
mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu
Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).
Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua y
a descubrir el trigo que crece en medio de la cizaña. A cincuenta años del
Concilio Vaticano II, aunque nos duelan las miserias de nuestra época y estemos
lejos de optimismos ingenuos, el mayor realismo no debe significar menor
confianza en el Espíritu ni menor generosidad. En ese sentido, podemos volver a
escuchar las palabras del beato Juan XXIII en aquella admirable jornada del 11
de octubre de 1962: «Llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas
insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del
sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos
sino prevaricación y ruina […] Nos parece justo disentir de tales profetas de
calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el
fin de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico, la
Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por
obra misma de los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se
encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun
las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia».[65]
85. Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la
audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y
desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de
antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió
de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa
conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse
vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia,
porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad» (2 Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz
que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura
combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de
la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una
desconfianza ansiosa y egocéntrica.
86. Es cierto que en algunos lugares se produjo una «desertificación»
espiritual, fruto del proyecto de sociedades que quieren construirse sin Dios o
que destruyen sus raíces cristianas. Allí «el mundo cristiano se está haciendo
estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada, que se convierte en arena».[66]
En otros países, la resistencia violenta al cristianismo obliga a los
cristianos a vivir su fe casi a escondidas en el país que aman. Ésta es otra
forma muy dolorosa de desierto. También la propia familia o el propio lugar de
trabajo puede ser ese ambiente árido donde hay que conservar la fe y tratar de
irradiarla. Pero «precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de
este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su
importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a
descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo
contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de
la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto
se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el
camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza».[67] En
todo caso, allí estamos llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a
los demás. A veces el cántaro se convierte en una pesada cruz, pero fue
precisamente en la cruz donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente
de agua viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza!
87. Hoy, que las redes y los instrumentos de la comunicación humana
han alcanzado desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y
transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de
tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica
que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una
caravana solidaria, en una santa peregrinación. De este modo, las mayores
posibilidades de comunicación se traducirán en más posibilidades de encuentro y
de solidaridad entre todos. Si pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo tan
bueno, tan sanador, tan liberador, tan esperanzador! Salir de sí mismo para
unirse a otros hace bien. Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de
la inmanencia, y la humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que
hagamos.
88. El ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la
desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que
nos impone el mundo actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la
privacidad cómoda o hacia el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian
al realismo de la dimensión social del Evangelio. Porque, así como algunos
quisieran un Cristo puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se
pretenden relaciones interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados,
por pantallas y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras
tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el
rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus
reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La
verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la
pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de
los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la
ternura.
89. El aislamiento, que es una traducción del inmanentismo, puede
expresarse en una falsa autonomía que excluye a Dios, pero puede también
encontrar en lo religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de su
individualismo enfermizo. La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales
que caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo,
hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de
mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un
Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro. Si no encuentran en la
Iglesia una espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de paz
al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad
misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a
Dios.
90. Las formas propias de la religiosidad popular son encarnadas,
porque han brotado de la encarnación de la fe cristiana en una cultura popular.
Por eso mismo incluyen una relación personal, no con energías armonizadoras
sino con Dios, Jesucristo, María, un santo. Tienen carne, tienen rostros. Son
aptas para alimentar potencialidades relacionales y no tanto fugas
individualistas. En otros sectores de nuestras sociedades crece el aprecio por
diversas formas de «espiritualidad del bienestar» sin comunidad, por una
«teología de la prosperidad» sin compromisos fraternos o por experiencias
subjetivas sin rostros, que se reducen a una búsqueda interior inmanentista.
91. Un desafío importante es mostrar que la solución nunca consistirá
en escapar de una relación personal y comprometida con Dios que al mismo tiempo
nos comprometa con los otros. Eso es lo que hoy sucede cuando los creyentes
procuran esconderse y quitarse de encima a los demás, y cuando sutilmente
escapan de un lugar a otro o de una tarea a otra, quedándose sin vínculos
profundos y estables: «Imaginatio locorum
et mutatio multos fefellit».[68] Es un falso remedio que enferma el
corazón, y a veces el cuerpo. Hace falta ayudar a reconocer que el único camino
consiste en aprender a encontrarse con los demás con la actitud adecuada, que
es valorarlos y aceptarlos como compañeros de camino, sin resistencias
internas. Mejor todavía, se trata de aprender a descubrir a Jesús en el rostro
de los demás, en su voz, en sus reclamos. También es aprender a sufrir en un
abrazo con Jesús crucificado cuando recibimos agresiones injustas o
ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por la fraternidad.[69]
92. Allí está la verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos
con los demás que realmente nos sana en lugar de enfermarnos es una fraternidad
mística, contemplativa, que sabe
mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser
humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de
Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los
demás como la busca su Padre bueno. Precisamente en esta época, y también allí
donde son un «pequeño rebaño» (Lc
12,32), los discípulos del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea
sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt
5,13-16). Son llamados a dar testimonio de una pertenencia evangelizadora de
manera siempre nueva.[70] ¡No
nos dejemos robar la comunidad!
93. La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de
religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria
del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor
reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os
glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la gloria que sólo viene de Dios?»
(Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar
«sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y
con los estamentos en los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado
de la apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo
parece correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más
desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral».[71]
94. Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras
profundamente emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada
en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie
de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero
en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o
de sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y
prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se
sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser
inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una
supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo
narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es
analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la
gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni
los demás interesan verdaderamente. Son manifestaciones de un inmanentismo
antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de
cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.
95. Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes
aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de «dominar el espacio de
la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina
y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una
real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la
historia. Así, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en
una posesión de pocos. En otros, la misma mundanidad espiritual se esconde
detrás de una fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, o en una
vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por las
dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. También puede
traducirse en diversas formas de mostrarse a sí mismo en una densa vida social
llena de salidas, reuniones, cenas, recepciones. O bien se despliega en un
funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas, planificaciones y
evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la
Iglesia como organización. En todos los casos, no lleva el sello de Cristo
encarnado, crucificado y resucitado, se encierra en grupos elitistas, no
sale realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas
de Cristo. Ya no hay fervor evangélico, sino el disfrute espurio de una
autocomplacencia egocéntrica.
96. En este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se
conforman con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos
derrotados antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando.
¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y
bien dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia
de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de
lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el
trabajo que cansa, porque todo trabajo es «sudor de nuestra frente». En cambio,
nos entretenemos vanidosos hablando sobre «lo que habría que hacer» –el pecado
del «habriaqueísmo»– como maestros espirituales y sabios pastorales que señalan
desde afuera. Cultivamos nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto
con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel.
97. Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos,
rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca
constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha
replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus
intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está
auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de
bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de
misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una
Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales! Esta mundanidad
asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos
libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia
religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!
98. Dentro del Pueblo de Dios y en las distintas comunidades, ¡cuántas
guerras! En el barrio, en el puesto de trabajo, ¡cuántas guerras por envidias y
celos, también entre cristianos! La mundanidad espiritual lleva a algunos
cristianos a estar en guerra con otros cristianos que se interponen en su
búsqueda de poder, prestigio, placer o seguridad económica. Además, algunos
dejan de vivir una pertenencia cordial a la Iglesia por alimentar un espíritu
de «internas». Más que pertenecer a la Iglesia toda, con su rica diversidad,
pertenecen a tal o cual grupo que se siente diferente o especial.
99. El mundo está lacerado por las guerras y la violencia, o herido
por un difuso individualismo que divide a los seres humanos y los enfrenta unos
contra otros en pos del propio bienestar. En diversos países resurgen
enfrentamientos y viejas divisiones que se creían en parte superadas. A los
cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un
testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que
todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento
mutuamente y cómo os acompañáis: «En esto reconocerán que sois mis discípulos,
en el amor que os tengáis unos a otros» (Jn
13,35). Es lo que con tantos deseos pedía Jesús al Padre: «Que sean uno en
nosotros […] para que el mundo crea» (Jn
17,21). ¡Atención a la tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y
vamos hacia el mismo puerto! Pidamos la gracia de alegrarnos con los frutos
ajenos, que son de todos.
100. A los que están heridos por divisiones históricas, les resulta
difícil aceptar que los exhortemos al perdón y la reconciliación, ya que
interpretan que ignoramos su dolor, o que pretendemos hacerles perder la
memoria y los ideales. Pero si ven el testimonio de comunidades auténticamente
fraternas y reconciliadas, eso es siempre una luz que atrae. Por ello me duele
tanto comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas
consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias,
difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de
cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de
brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos?
101. Pidamos al Señor que nos haga entender la ley del amor. ¡Qué
bueno es tener esta ley! ¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los otros en
contra de todo! Sí, ¡en contra de todo! A cada uno de nosotros se dirige la
exhortación paulina: «No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal
con el bien» (Rm 12,21). Y también:
«¡No nos cansemos de hacer el bien!» (Ga
6,9). Todos tenemos simpatías y antipatías, y quizás ahora mismo estamos
enojados con alguno. Al menos digamos al Señor: «Señor yo estoy enojado con
éste, con aquélla. Yo te pido por él y por ella». Rezar por aquel con el que
estamos irritados es un hermoso paso en el amor, y es un acto evangelizador.
¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno!
102. Los laicos son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios.
A su servicio está la minoría de los ministros ordenados. Ha crecido la
conciencia de la identidad y la misión del laico en la Iglesia. Se cuenta con
un numeroso laicado, aunque no suficiente, con arraigado sentido de comunidad y
una gran fidelidad en el compromiso de la caridad, la catequesis, la
celebración de la fe. Pero la toma de conciencia de esta responsabilidad laical
que nace del Bautismo y de la Confirmación no se manifiesta de la misma manera
en todas partes. En algunos casos porque no se formaron para asumir
responsabilidades importantes, en otros por no encontrar espacio en sus
Iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo
clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones. Si bien se percibe
una mayor participación de muchos en los ministerios laicales, este compromiso
no se refleja en la penetración de los valores cristianos en el mundo social,
político y económico. Se limita muchas veces a las tareas intraeclesiales sin
un compromiso real por la aplicación del Evangelio a la transformación de la
sociedad. La formación de laicos y la evangelización de los grupos
profesionales e intelectuales constituyen un desafío pastoral importante.
103. La Iglesia reconoce el indispensable aporte de la mujer en la
sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares que
suelen ser más propias de las mujeres que de los varones. Por ejemplo, la
especial atención femenina hacia los otros, que se expresa de un modo
particular, aunque no exclusivo, en la maternidad. Reconozco con gusto cómo
muchas mujeres comparten responsabilidades pastorales junto con los sacerdotes,
contribuyen al acompañamiento de personas, de familias o de grupos y brindan
nuevos aportes a la reflexión teológica. Pero todavía es necesario ampliar los
espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque «el
genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por
ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito
laboral»[72]
y en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en
la Iglesia como en las estructuras sociales.
104. Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a
partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad,
plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden
eludir superficialmente. El sacerdocio reservado a los varones, como signo de
Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone
en discusión, pero puede volverse particularmente conflictiva si se identifica
demasiado la potestad sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando
hablamos de la potestad sacerdotal «nos encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad».[73]
El sacerdocio ministerial es uno de los medios que Jesús utiliza al servicio de
su pueblo, pero la gran dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos.
La configuración del sacerdote con Cristo Cabeza –es decir, como fuente capital
de la gracia– no implica una exaltación que lo coloque por encima del resto. En
la Iglesia las funciones «no dan lugar a
la superioridad de los unos sobre los otros».[74]
De hecho, una mujer, María, es más importante que los obispos. Aun cuando la
función del sacerdocio ministerial se considere «jerárquica», hay que tener
bien presente que «está ordenada totalmente
a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo».[75]
Su clave y su eje no son el poder entendido como dominio, sino la potestad de
administrar el sacramento de la Eucaristía; de aquí deriva su autoridad, que es
siempre un servicio al pueblo. Aquí hay un gran desafío para los pastores y
para los teólogos, que podrían ayudar a reconocer mejor lo que esto implica con
respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman decisiones
importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia.
105. La pastoral juvenil, tal como estábamos acostumbrados a desarrollarla,
ha sufrido el embate de los cambios sociales. Los jóvenes, en las estructuras
habituales, no suelen encontrar respuestas a sus inquietudes, necesidades,
problemáticas y heridas. A los adultos nos cuesta escucharlos con paciencia,
comprender sus inquietudes o sus reclamos, y aprender a hablarles en el
lenguaje que ellos comprenden. Por esa misma razón, las propuestas educativas
no producen los frutos esperados. La proliferación y crecimiento de
asociaciones y movimientos predominantemente juveniles pueden interpretarse
como una acción del Espíritu que abre caminos nuevos acordes a sus expectativas
y búsquedas de espiritualidad profunda y de un sentido de pertenencia más
concreto. Se hace necesario, sin embargo, ahondar en la participación de
éstos en la pastoral de conjunto de la Iglesia.[76]
106. Aunque no siempre es fácil abordar a los jóvenes, se creció en
dos aspectos: la conciencia de que toda la comunidad los evangeliza y educa, y
la urgencia de que ellos tengan un protagonismo mayor. Cabe reconocer que, en
el contexto actual de crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos
los jóvenes que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en
diversas formas de militancia y voluntariado. Algunos participan en la vida de
la Iglesia, integran grupos de servicio y diversas iniciativas misioneras en
sus propias diócesis o en otros lugares. ¡Qué bueno es que los jóvenes
sean «callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a
cada plaza, a cada rincón de la tierra!
107. En muchos lugares escasean las vocaciones al sacerdocio y a la
vida consagrada. Frecuentemente esto se debe a la ausencia en las comunidades
de un fervor apostólico contagioso, lo cual no entusiasma ni suscita atractivo.
Donde hay vida, fervor, ganas de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones
genuinas. Aun en parroquias donde los sacerdotes son poco entregados y alegres,
es la vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que despierta el deseo de
consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esa
comunidad viva ora insistentemente por las vocaciones y se atreve a proponer a
sus jóvenes un camino de especial consagración. Por otra parte, a pesar de la
escasez vocacional, hoy se tiene más clara conciencia de la necesidad de una
mejor selección de los candidatos al sacerdocio. No se pueden llenar los
seminarios con cualquier tipo de motivaciones, y menos si éstas se relacionan
con inseguridades afectivas, búsquedas de formas de poder, glorias humanas o
bienestar económico.
108. Como ya dije, no he intentado ofrecer un diagnóstico completo,
pero invito a las comunidades a completar y enriquecer estas perspectivas a
partir de la conciencia de sus desafíos propios y cercanos. Espero que, cuando
lo hagan, tengan en cuenta que, cada vez que intentamos leer en la realidad
actual los signos de los tiempos, es conveniente escuchar a los jóvenes y a los
ancianos. Ambos son la esperanza de los pueblos. Los ancianos aportan la
memoria y la sabiduría de la experiencia, que invita a no repetir tontamente
los mismos errores del pasado. Los jóvenes nos llaman a despertar y acrecentar
la esperanza, porque llevan en sí las nuevas tendencias de la humanidad y nos
abren al futuro, de manera que no nos quedemos anclados en la nostalgia de
estructuras y costumbres que ya no son cauces de vida en el mundo actual.
109. Los desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin
perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos robar
la fuerza misionera!
CAPÍTULO TERCERO
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
110. Después de tomar en cuenta algunos desafíos de la realidad actual,
quiero recordar ahora la tarea que nos apremia en cualquier época y lugar,
porque «no puede haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita de que Jesús es el Señor», y sin que exista
un «primado de la proclamación de Jesucristo en cualquier actividad de
evangelización».[77]
Recogiendo las inquietudes de los Obispos asiáticos, Juan Pablo II expresó que,
si la Iglesia «debe cumplir su destino providencial, la evangelización, como
predicación alegre, paciente y progresiva de la muerte y resurrección salvífica
de Jesucristo, debe ser vuestra prioridad absoluta».[78]
Esto vale para todos.
111. La evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de la
evangelización es más que una institución orgánica y jerárquica, porque es ante
todo un pueblo que peregrina hacia Dios. Es ciertamente un misterio que hunde sus raíces en la Trinidad, pero tiene su
concreción histórica en un pueblo peregrino y evangelizador, lo cual siempre
trasciende toda necesaria expresión institucional. Propongo detenernos un poco
en esta forma de entender la Iglesia, que tiene su fundamento último en la
libre y gratuita iniciativa de Dios.
112. La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No
hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan
grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí.[79]
Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus hijos, para
transformarnos y para volvernos capaces de responder con nuestra vida a ese
amor. La Iglesia es enviada por Jesucristo como sacramento de la salvación
ofrecida por Dios.[80]
Ella, a través de sus acciones evangelizadoras, colabora como instrumento de la
gracia divina que actúa incesantemente más allá de toda posible supervisión.
Bien lo expresaba Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es
importante saber que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad
verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si
imploramos esta iniciativa divina, podremos también ser –con Él y en Él–
evangelizadores».[81]
El principio de la primacía de la gracia
debe ser un faro que alumbre permanentemente nuestras reflexiones sobre la
evangelización.
113. Esta salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la
Iglesia, es para todos,[82]
y Dios ha gestado un camino para unirse a cada uno de los seres humanos de
todos los tiempos. Ha elegido convocarlos como pueblo y no como seres aislados.[83]
Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo aislado ni por sus propias
fuerzas. Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones
interpersonales que supone la vida en una comunidad humana. Este pueblo que
Dios se ha elegido y convocado es la Iglesia. Jesús no dice a los Apóstoles que
formen un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: «Id y haced que todos
los pueblos sean mis discípulos» (Mt
28,19). San Pablo afirma que en el Pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay ni
judío ni griego [...] porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Me gustaría decir a aquellos
que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a los que son temerosos o a los
indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con
gran respeto y amor!
114. Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran
proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la
humanidad. Quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo
nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten,
que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino. La Iglesia tiene que ser
el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse
acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio.
115. Este Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada
uno de los cuales tiene su cultura propia. La noción de cultura es una valiosa
herramienta para entender las diversas expresiones de la vida cristiana que se
dan en el Pueblo de Dios. Se trata del estilo de vida que tiene una sociedad
determinada, del modo propio que tienen sus miembros de relacionarse entre sí,
con las demás criaturas y con Dios. Así entendida, la cultura abarca la
totalidad de la vida de un pueblo.[84]
Cada pueblo, en su devenir histórico, desarrolla su propia cultura con legítima
autonomía.[85]
Esto se debe a que la persona humana «por su misma naturaleza, tiene absoluta
necesidad de la vida social»,[86]
y está siempre referida a la sociedad, donde vive un modo concreto de
relacionarse con la realidad. El ser humano está siempre culturalmente situado:
«naturaleza y cultura se hallan unidas estrechísimamente».[87]
La gracia supone la cultura, y el don de Dios se encarna en la cultura de quien
lo recibe.
116. En estos dos milenios de cristianismo, innumerable cantidad de
pueblos han recibido la gracia de la fe, la han hecho florecer en su vida
cotidiana y la han transmitido según sus modos culturales propios. Cuando una
comunidad acoge el anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda su
cultura con la fuerza transformadora del Evangelio. De modo que, como podemos
ver en la historia de la Iglesia, el cristianismo no tiene un único modo
cultural, sino que, «permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al
anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro
de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado».[88]
En los distintos pueblos, que experimentan el don de Dios según su propia
cultura, la Iglesia expresa su genuina catolicidad y muestra «la belleza de
este rostro pluriforme».[89]
En las manifestaciones cristianas de un pueblo evangelizado, el Espíritu Santo
embellece a la Iglesia, mostrándole nuevos aspectos de la Revelación y
regalándole un nuevo rostro. En la inculturación, la Iglesia «introduce a los
pueblos con sus culturas en su misma comunidad»,[90]
porque «toda cultura propone valores y formas positivas que pueden enriquecer
la manera de anunciar, concebir y vivir el Evangelio».[91]
Así, «la Iglesia, asumiendo los valores de las diversas culturas, se hace “sponsa ornata monilibus suis”, “la novia
que se adorna con sus joyas” (cf. Is
61,10)».[92]
117. Bien entendida, la diversidad cultural no amenaza la unidad de la
Iglesia. Es el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien transforma
nuestros corazones y nos hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la
Santísima Trinidad, donde todo encuentra su unidad. Él construye la comunión y
la armonía del Pueblo de Dios. El mismo Espíritu Santo es la armonía, así como
es el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo.[93]
Él es quien suscita una múltiple y diversa riqueza de dones y al mismo tiempo
construye una unidad que nunca es uniformidad sino multiforme armonía que
atrae. La evangelización reconoce gozosamente estas múltiples riquezas que el
Espíritu engendra en la Iglesia. No haría justicia a la lógica de la
encarnación pensar en un cristianismo monocultural y monocorde. Si bien es
verdad que algunas culturas han estado estrechamente ligadas a la predicación
del Evangelio y al desarrollo de un pensamiento cristiano, el mensaje revelado
no se identifica con ninguna de ellas y tiene un contenido transcultural. Por
ello, en la evangelización de nuevas culturas o de culturas que no han acogido
la predicación cristiana, no es indispensable imponer una determinada forma
cultural, por más bella y antigua que sea, junto con la propuesta del
Evangelio. El mensaje que anunciamos siempre tiene algún ropaje cultural, pero
a veces en la Iglesia caemos en la vanidosa sacralización de la propia cultura,
con lo cual podemos mostrar más fanatismo que auténtico fervor evangelizador.
118. Los Obispos de Oceanía pidieron que allí la Iglesia «desarrolle
una comprensión y una presentación de la verdad de Cristo que arranque de las
tradiciones y culturas de la región», e instaron «a todos los misioneros a
operar en armonía con los cristianos indígenas para asegurar que la fe y la
vida de la Iglesia se expresen en formas legítimas adecuadas a cada cultura».[94]
No podemos pretender que los pueblos de todos los continentes, al expresar la
fe cristiana, imiten los modos que encontraron los pueblos europeos en un
determinado momento de la historia, porque la fe no puede encerrarse dentro de
los confines de la comprensión y de la expresión de una cultura.[95]
Es indiscutible que una sola cultura no agota el misterio de la redención de
Cristo.
119. En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa
la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de
Dios es santo por esta unción que lo hace infalible
«in credendo». Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no
encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo
conduce a la salvación.[96]
Como parte de su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad
de los fieles de un instinto de la fe
–el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. La
presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con
las realidades divinas y una sabiduría que los permite captarlas
intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con
precisión.
120. En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios
se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su
función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente
evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización
llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea
sólo receptivo de sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo
protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en un
llamado dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con
la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de
Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a
anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones.
Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de
Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino
que somos siempre «discípulos misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los
primeros discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de
Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana, apenas salió de
su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron
en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn
4,39). También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida
se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué esperamos nosotros?
121. Por supuesto que todos estamos llamados a crecer como
evangelizadores. Procuramos al mismo tiempo una mejor formación, una
profundización de nuestro amor y un testimonio más claro del Evangelio. En ese
sentido, todos tenemos que dejar que los demás nos evangelicen constantemente;
pero eso no significa que debamos postergar la misión evangelizadora, sino que
encontremos el modo de comunicar a Jesús que corresponda a la situación en que
nos hallemos. En cualquier caso, todos somos llamados a ofrecer a los demás el
testimonio explícito del amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras
imperfecciones nos ofrece su cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un
sentido a nuestra vida. Tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él,
entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una
esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los otros. Nuestra imperfección
no debe ser una excusa; al contrario, la misión es un estímulo constante para
no quedarse en la mediocridad y para seguir creciendo. El testimonio de fe que
todo cristiano está llamado a ofrecer implica decir como san Pablo: «No es que
lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto, sino que continúo mi carrera
[...] y me lanzo a lo que está por delante» (Flp 3,12-13).
122. Del mismo modo, podemos pensar que los distintos pueblos en los
que ha sido inculturado el Evangelio son sujetos colectivos activos, agentes de
la evangelización. Esto es así porque cada pueblo es el creador de su cultura y
el protagonista de su historia. La cultura es algo dinámico, que un pueblo
recrea permanentemente, y cada generación le transmite a la siguiente un
sistema de actitudes ante las distintas situaciones existenciales, que ésta
debe reformular frente a sus propios desafíos. El ser humano «es al mismo
tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece».[97]
Cuando en un pueblo se ha inculturado el Evangelio, en su proceso de
transmisión cultural también transmite la fe de maneras siempre nuevas; de aquí
la importancia de la evangelización entendida como inculturación. Cada porción
del Pueblo de Dios, al traducir en su vida el don de Dios según su genio
propio, da testimonio de la fe recibida y la enriquece con nuevas expresiones
que son elocuentes. Puede decirse que «el pueblo se evangeliza continuamente a
sí mismo».[98]
Aquí toma importancia la piedad popular, verdadera expresión de la acción
misionera espontánea del Pueblo de Dios. Se trata de una realidad en permanente
desarrollo, donde el Espíritu Santo es el agente principal.[99]
123. En la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe
recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo. En algún tiempo
mirada con desconfianza, ha sido objeto de revalorización en las décadas
posteriores al Concilio. Fue Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi quien dio un
impulso decisivo en ese sentido. Allí explica que la piedad popular «refleja
una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer»[100]
y que «hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se
trata de manifestar la fe».[101]
Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, en América Latina, señaló que se
trata de un «precioso tesoro de la Iglesia católica» y que en ella «aparece el
alma de los pueblos latinoamericanos».[102]
124. En el Documento de
Aparecida se describen las riquezas que el Espíritu Santo despliega en la
piedad popular con su iniciativa gratuita. En ese amado continente, donde gran
cantidad de cristianos expresan su fe a través de la piedad popular, los
Obispos la llaman también «espiritualidad popular» o «mística popular».[103]
Se trata de una verdadera «espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos».[104]
No está vacía de contenidos, sino que los descubre y expresa más por la vía
simbólica que por el uso de la razón instrumental, y en el acto de fe se
acentúa más el credere in Deum que el
credere Deum.[105]
Es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la
Iglesia, y una forma de ser misioneros»;[106]
conlleva la gracia de la misionariedad, del salir de sí y del peregrinar: «El
caminar juntos hacia los santuarios y el participar en otras manifestaciones de
la piedad popular, también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí
mismo un gesto evangelizador».[107]
¡No coartemos ni pretendamos controlar esa fuerza misionera!
125. Para entender esta realidad hace falta acercarse a ella con la
mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino amar. Sólo desde la
connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la vida teologal
presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en sus pobres.
Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo enfermo que se
aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en
tanta carga de esperanza derramada en una vela que se enciende en un humilde
hogar para pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo
crucificado. Quien ama al santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones
sólo como una búsqueda natural de la divinidad. Son la manifestación de una
vida teologal animada por la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en
nuestros corazones (cf. Rm 5,5).
126. En la piedad popular, por ser fruto del Evangelio inculturado,
subyace una fuerza activamente evangelizadora que no podemos menospreciar:
sería desconocer la obra del Espíritu Santo. Más bien estamos llamados a
alentarla y fortalecerla para profundizar el proceso de inculturación que es
una realidad nunca acabada. Las expresiones de la piedad popular tienen mucho
que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención, particularmente a
la hora de pensar la nueva evangelización.
127. Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación
misionera, hay una forma de predicación que nos compete a todos como tarea
cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata,
tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal
que se puede realizar en medio de una conversación y también es la que realiza
un misionero cuando visita un hogar. Ser discípulo es tener la disposición
permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente
en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino.
128. En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer
momento es un diálogo personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus
alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas
que llenan el corazón. Sólo después de esta conversación es posible presentarle
la Palabra, sea con la lectura de algún versículo o de un modo narrativo, pero
siempre recordando el anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo
hombre, se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su
amistad. Es el anuncio que se comparte con una actitud humilde y testimonial de
quien siempre sabe aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y
tan profundo que siempre nos supera. A veces se expresa de manera más directa,
otras veces a través de un testimonio personal, de un relato, de un gesto o de
la forma que el mismo Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia
concreta. Si parece prudente y se dan las condiciones, es bueno que este
encuentro fraterno y misionero termine con una breve oración que se conecte con
las inquietudes que la persona ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido
escuchada e interpretada, que su situación queda en la presencia de Dios, y
reconocerá que la Palabra de Dios realmente le habla a su propia existencia.
129. No hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse
siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que
expresen un contenido absolutamente invariable. Se transmite de formas tan
diversas que sería imposible describirlas o catalogarlas, donde el Pueblo de
Dios, con sus innumerables gestos y signos, es sujeto colectivo. Por
consiguiente, si el Evangelio se ha encarnado en una cultura, ya no se comunica
sólo a través del anuncio persona a persona. Esto debe hacernos pensar que, en
aquellos países donde el cristianismo es minoría, además de alentar a cada
bautizado a anunciar el Evangelio, las Iglesias particulares deben fomentar
activamente formas, al menos incipientes, de inculturación. Lo que debe
procurarse, en definitiva, es que la predicación del Evangelio, expresada con
categorías propias de la cultura donde es anunciado, provoque una nueva
síntesis con esa cultura. Aunque estos procesos son siempre lentos, a veces el
miedo nos paraliza demasiado. Si dejamos que las dudas y temores sofoquen toda
audacia, es posible que, en lugar de ser creativos, simplemente nos quedemos
cómodos y no provoquemos avance alguno y, en ese caso, no seremos partícipes de
procesos históricos con nuestra cooperación, sino simplemente espectadores de
un estancamiento infecundo de la Iglesia.
130. El Espíritu Santo también enriquece a toda la Iglesia
evangelizadora con distintos carismas. Son dones para renovar y edificar la
Iglesia.[108]
No son un patrimonio cerrado, entregado a un grupo para que lo custodie; más
bien son regalos del Espíritu integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia
el centro que es Cristo, desde donde se encauzan en un impulso evangelizador.
Un signo claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su
capacidad para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de
Dios para el bien de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no
necesita arrojar sombras sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a
sí misma. En la medida en que un carisma dirija mejor su mirada al corazón del
Evangelio, más eclesial será su ejercicio. En la comunión, aunque duela, es
donde un carisma se vuelve auténtica y misteriosamente fecundo. Si vive este
desafío, la Iglesia puede ser un modelo para la paz en el mundo.
131. Las diferencias entre las personas y comunidades a veces son
incómodas, pero el Espíritu Santo, que suscita esa diversidad, puede sacar de
todo algo bueno y convertirlo en un dinamismo evangelizador que actúa por
atracción. La diversidad tiene que ser siempre reconciliada con la ayuda del
Espíritu Santo; sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la
multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos
nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros
particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división y, por otra
parte, cuando somos nosotros quienes queremos construir la unidad con nuestros
planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Esto no
ayuda a la misión de la Iglesia.
132. El anuncio a la cultura implica también un anuncio a las culturas
profesionales, científicas y académicas. Se trata del encuentro entre la fe, la
razón y las ciencias, que procura desarrollar un nuevo discurso de la
credibilidad, una original apologética[109] que
ayude a crear las disposiciones para que el Evangelio sea escuchado por todos.
Cuando algunas categorías de la razón y de las ciencias son acogidas en el
anuncio del mensaje, esas mismas categorías se convierten en instrumentos de
evangelización; es el agua convertida en vino. Es aquello que, asumido, no sólo
es redimido sino que se vuelve instrumento del Espíritu para iluminar y renovar
el mundo.
133. Ya que no basta la preocupación del evangelizador por llegar a
cada persona, y el Evangelio también se anuncia a las culturas en su conjunto,
la teología –no sólo la teología pastoral– en diálogo con otras ciencias y
experiencias humanas, tiene gran importancia para pensar cómo hacer llegar la
propuesta del Evangelio a la diversidad de contextos culturales y de
destinatarios.[110] La
Iglesia, empeñada en la evangelización, aprecia y alienta el carisma de los
teólogos y su esfuerzo por la investigación teológica, que promueve el diálogo
con el mundo de las culturas y de las ciencias. Convoco a los teólogos a
cumplir este servicio como parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es
necesario que, para tal propósito, lleven en el corazón la finalidad
evangelizadora de la Iglesia y también de la teología, y no se contenten con
una teología de escritorio.
134. Las Universidades son un ámbito privilegiado para pensar y
desarrollar este empeño evangelizador de un modo interdisciplinario e
integrador. Las escuelas católicas, que intentan siempre conjugar la tarea
educativa con el anuncio explícito del Evangelio, constituyen un aporte muy
valioso a la evangelización de la cultura, aun en los países y ciudades donde
una situación adversa nos estimule a usar nuestra creatividad para encontrar
los caminos adecuados.[111]
135. Consideremos ahora la predicación dentro de la liturgia, que
requiere una seria evaluación de parte de los Pastores. Me detendré
particularmente, y hasta con cierta meticulosidad, en la homilía y su
preparación, porque son muchos los reclamos que se dirigen en relación con este
gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La homilía es la piedra de
toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su
pueblo. De hecho, sabemos que los fieles le dan mucha importancia; y ellos,
como los mismos ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y
otros al predicar. Es triste que así sea. La homilía puede ser realmente una
intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la
Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento.
136. Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la
convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador
y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla
con fuerza sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a
los demás también mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro Señor se ganó el corazón de
la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf. Mc 1,45). Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2). Sentían que les hablaba como
quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27).
Con la palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con él,
y para enviarlos a predicar» (Mc
3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos los pueblos (cf. Mc 16,15.20).
137. Cabe recordar ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra
de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un
momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su
pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas
siempre de nuevo las exigencias de la alianza».[112] Hay una valoración especial de la
homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis
por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la
comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está
entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón
de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y
también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.
138. La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a
la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a
la celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación
dentro del marco de una celebración litúrgica;
por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase.
El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una
hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe.
Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la
celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la
predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como
parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que
Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación
oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la
Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador
no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.
139. Dijimos que el Pueblo de Dios, por la constante acción del
Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta
convicción para el predicador? Nos recuerda que la Iglesia es madre y predica
al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía
que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe amado. Además, la
buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus
inquietudes y aprende de él. El espíritu de amor que reina en una familia guía
tanto a la madre como al hijo en sus diálogos, donde se enseña y aprende, se
corrige y se valora lo bueno; así también ocurre en la homilía. El Espíritu,
que inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también
cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada
Eucaristía. La prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón cultural
del pueblo una fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para
encontrar el modo como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos
hable en nuestra lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos
hable en clave de «cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a
escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza,
impulso.
140. Este ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo
del Señor con su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía
cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo
de sus frases, la alegría de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte
algo aburrida, si está presente este espíritu materno-eclesial, siempre será
fecunda, así como los aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo
en el corazón de los hijos.
141. Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar
con su pueblo, para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente común
con enseñanzas tan elevadas y de tanta exigencia. Creo que el secreto se
esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y
caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien
daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús
predica con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le
atrae a los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has
revelado a pequeños» (Lc 10,21). El
Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo y al predicador le toca
hacerle sentir este gusto del Señor a su gente.
142. Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se
realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los
que se aman por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas,
sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación
puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase
de exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía
y que tiene que tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la
predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y
del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se
comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para
estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María,
debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la
práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra
en la Escritura es primero don antes que exigencia.
143. El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la
síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu
corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas
sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El
predicador tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se
aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo
afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante
el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y
lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras
directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga
de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno
elija por dónde sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y
requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la
represente como tal, convencido de que «no nos predicamos a nosotros mismos,
sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144. Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino
iluminado por la integridad de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha
recorrido en el corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su
historia. La identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de
pequeños el Padre, nos hace anhelar, como hijos pródigos –y predilectos en
María–, el otro abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la
gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta como en medio de estos dos abrazos
es la dura pero hermosa tarea del que predica el Evangelio.
145. La preparación de la predicación es una tarea tan importante que
conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y
creatividad pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un camino de
preparación de la homilía. Son indicaciones que para algunos podrán parecer
obvias, pero considero conveniente sugerirlas para recordar la necesidad de
dedicar un tiempo de calidad a este precioso ministerio. Algunos párrocos
suelen plantear que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben
realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a
esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque
deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes. La confianza en el
Espíritu Santo que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino activa
y creativa. Implica ofrecerse como
instrumento (cf. Rm 12,1), con todas
las propias capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador
que no se prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los
dones que ha recibido.
146. El primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar
toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la
predicación. Cuando uno se detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de
un texto, ejercita el «culto a la verdad».[113]
Es la humildad del corazón que reconoce que la Palabra siempre nos trasciende,
que no somos «ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los
heraldos, los servidores».[114]
Esa actitud de humilde y asombrada veneración de la Palabra se expresa
deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado y con un santo temor de manipularla.
Para poder interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda
ansiedad y darle tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación que nos
domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena dedicarse
a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos, fáciles o
inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo
le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama;
y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo
que sea necesario, con una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo
escucha» (1 S 3,9).
147. Ante todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el
significado de las palabras que
leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es
tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil
años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos
parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no
significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor
sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis literario:
prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la
estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan
los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños
detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el que estructura el texto y
le da unidad. Si el predicador no realiza este esfuerzo, es posible que su
predicación tampoco tenga unidad ni orden; su discurso será sólo una suma de
diversas ideas desarticuladas que no terminarán de movilizar a los demás. El
mensaje central es aquello que el autor en primer lugar ha querido transmitir,
lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino también el efecto que ese
autor ha querido producir. Si un texto fue escrito para consolar, no debería
ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería
ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no
debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue
escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para
informar acerca de las últimas noticias.
148. Es verdad que, para entender adecuadamente el sentido del mensaje
central de un texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda
la Biblia, transmitida por la Iglesia. Éste es un principio importante de la
interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró
sólo una parte, sino la Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha
crecido en su comprensión de la voluntad de Dios a partir de la experiencia
vivida. Así se evitan interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen
otras enseñanzas de las mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el
acento propio y específico del texto que corresponde predicar. Uno de los
defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder
transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.
149. El predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad
personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o
exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un
corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y
sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva».[115]
Nos hace bien renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la
homilía, y verificar si en nosotros mismos crece el amor por la Palabra que
predicamos. No es bueno olvidar que «en particular, la mayor o menor santidad
del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra».[116]
Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los hombres, sino a
Dios, que examina nuestros corazones» (1
Ts 2,4). Si está vivo este deseo
de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta se
transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del
corazón habla la boca» (Mt 12,34).
Las lecturas del domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del
pueblo si primero resonaron así en el corazón del Pastor.
150. Jesús se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy
exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban
iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los
demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba:
«No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que
tendremos un juicio más severo» (3,1). Quien quiera predicar, primero debe
estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su
existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad
tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado».[117]
Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va a decir en la
predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a
los demás, porque es una Palabra viva y
eficaz, que como una espada, «penetra hasta la división del alma y el
espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos
del corazón» (Hb 4,12). Esto
tiene un valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los
testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le
hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo
estuvieran viendo».[118]
151. No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos
siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino
del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo indispensable es que el predicador
tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que
su amor tiene siempre la última palabra. Ante tanta belleza, muchas veces
sentirá que su vida no le da gloria plenamente y deseará sinceramente responder
mejor a un amor tan grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con
apertura sincera, si no deja que toque su propia vida, que le reclame, que lo
exhorte, que lo movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra,
entonces sí será un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo
caso, desde el reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse
más, siempre podrá entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata
ni oro, pero lo que tengo te lo doy» (Hch
3,6). El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se
dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar
realmente a través del predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando
posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la Palabra, es quien
«hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que
se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las palabras que por sí
solo no podría hallar».[119]
152. Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere
decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que
llamamos «lectio divina». Consiste en
la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para permitirle que
nos ilumine y nos renueve. Esta lectura orante de la Biblia no está separada
del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje central del
texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida. La
lectura espiritual de un texto debe partir de su sentido literal. De otra
manera, uno fácilmente le hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le
sirva para confirmar sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios
esquemas mentales. Esto, en definitiva, será utilizar algo sagrado para el
propio beneficio y trasladar esa confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que
olvidar que a veces «el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).
153. En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es
bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje?
¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me
agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?».
Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una de ellas es
simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra tentación muy común es
comenzar a pensar lo que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo a la
propia vida. También sucede que uno comienza a buscar excusas que le permitan
diluir el mensaje específico de un texto. Otras veces pensamos que Dios nos
exige una decisión demasiado grande, que no estamos todavía en condiciones de
tomar. Esto lleva a muchas personas a perder el gozo en su encuentro con la
Palabra, pero sería olvidar que nadie es más paciente que el Padre Dios, que
nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no
exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino que la hace
posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia existencia y
la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo,
y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr.
154. El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar.
Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del
pueblo. De esa manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites,
las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que distinguen
a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y
respondiendo a las cuestiones que plantea».[120]
Se trata de conectar el mensaje del texto bíblico con una situación humana, con
algo que ellos viven, con una experiencia que necesite la luz de la Palabra.
Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que
es profundamente religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad
espiritual para leer en los acontecimientos el mensaje de Dios»[121]
y esto es mucho más que encontrar algo interesante para decir. Lo que se
procura descubrir es «lo que el Señor
desea decir en una determinada circunstancia».[122]
Entonces, la preparación de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se
intenta reconocer –a la luz del Espíritu– «una llamada que Dios hace oír en una
situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al
creyente».[123]
155. En esta búsqueda es posible acudir simplemente a alguna
experiencia humana frecuente, como la alegría de un reencuentro, las
desilusiones, el miedo a la soledad, la compasión por el dolor ajeno, la
inseguridad ante el futuro, la preocupación por un ser querido, etc.; pero hace
falta ampliar la sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver realmente con
la vida de ellos. Recordemos que nunca hay que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene ofrecer crónicas
de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los programas
televisivos. En todo caso, es posible partir de algún hecho para que la Palabra
pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la adoración, a
actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque a veces algunas
personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad en la predicación,
pero no por ello se dejan interpelar personalmente.
156. Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que
tienen que decir, pero descuidan el cómo,
la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no
los escuchan o no los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la
forma adecuada de presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente importancia
del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de
la evangelización».[124]
La preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente
espiritual. Es responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras
capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también
es un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los
demás algo de escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la
recomendación de preparar la predicación en orden a asegurar una extensión
adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).
157. Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos,
que pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los
esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es
decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más
comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar
sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el
mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se
sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una
imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir,
despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una
buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un
sentimiento, una imagen».
158. Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta
predicación y sacan fruto de ella con tal que sea sencilla, clara, directa,
acomodada».[125]
La sencillez tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que
comprenden los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío.
Frecuentemente sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus
estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común
de las personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la
catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos.
El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y
pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno
quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la
Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y
prestarle una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas
diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco
clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica,
o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria
es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una
conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente
al predicador y captar la lógica de lo que les dice.
159. Otra característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que
no hay que hacer sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si
indica algo negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que
atraiga, para no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el
remordimiento. Además, una predicación positiva siempre da esperanza, orienta
hacia el futuro, no nos deja encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno que
sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan periódicamente para encontrar juntos
los recursos que hacen más atractiva la predicación!
160. El envío misionero del Señor incluye el llamado al crecimiento de
la fe cuando indica: «enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,20). Así queda claro que el primer
anuncio debe provocar también un camino de formación y de maduración. La
evangelización también busca el crecimiento, que implica tomarse muy en serio a
cada persona y el proyecto que Dios tiene sobre ella. Cada ser humano necesita
más y más de Cristo, y la evangelización no debería consentir que alguien se
conforme con poco, sino que pueda decir plenamente: «Ya no vivo yo, sino que
Cristo vive en mí» (Ga 2,20).
161. No sería correcto interpretar este llamado al crecimiento
exclusiva o prioritariamente como una formación doctrinal. Se trata de
«observar» lo que el Señor nos ha indicado, como respuesta a su amor, donde se
destaca, junto con todas las virtudes, aquel mandamiento nuevo que es el
primero, el más grande, el que mejor nos identifica como discípulos: «Éste es
mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Es evidente que cuando los
autores del Nuevo Testamento quieren reducir a una última síntesis, a lo más
esencial, el mensaje moral cristiano, nos presentan la exigencia ineludible del
amor al prójimo: «Quien ama al prójimo
ya ha cumplido la ley [...] De modo que amar es cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10). Así san Pablo, para quien
el precepto del amor no sólo resume la ley sino que constituye su corazón y
razón de ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo» (Ga
5,14). Y presenta a sus comunidades la vida cristiana como un camino de
crecimiento en el amor: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el
amor de unos con otros, y en el amor para con todos» (1 Ts 3,12). También Santiago exhorta a los cristianos a cumplir «la
ley real según la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (2,8),
para no fallar en ningún precepto.
162. Por otra parte, este camino de respuesta y de crecimiento está
siempre precedido por el don, porque lo antecede aquel otro pedido del Señor:
«bautizándolos en el nombre…» (Mt
28,19). La filiación que el Padre regala gratuitamente y la iniciativa del don
de su gracia (cf. Ef 2,8-9; 1 Co 4,7) son la condición de
posibilidad de esta santificación constante que agrada a Dios y le da gloria.
Se trata de dejarse transformar en Cristo por una progresiva vida «según el
Espíritu» (Rm 8,5).
163. La educación y la catequesis están al servicio de este
crecimiento. Ya contamos con varios textos magisteriales y subsidios sobre la
catequesis ofrecidos por la Santa Sede y por diversos episcopados. Recuerdo la
Exhortación apostólica Catechesi Tradendae (1979), el Directorio general para la catequesis (1997)
y otros documentos cuyo contenido actual no es necesario repetir aquí. Quisiera
detenerme sólo en algunas consideraciones que me parece conveniente destacar.
164. Hemos redescubierto que también en la catequesis tiene un rol
fundamental el primer anuncio o «kerygma»,
que debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de todo intento de
renovación eclesial. El kerygma es
trinitario. Es el fuego del Espíritu que se dona en forma de lenguas y nos hace
creer en Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos revela y nos comunica
la misericordia infinita del Padre. En la boca del catequista vuelve a resonar
siempre el primer anuncio: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y
ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para
liberarte». Cuando a este primer anuncio se le llama «primero», eso no
significa que está al comienzo y después se olvida o se reemplaza por otros
contenidos que lo superan. Es el primero en un sentido cualitativo, porque es
el anuncio principal, ese que siempre
hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay que volver
a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus
etapas y momentos.[126]
Por ello también «el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia
de su permanente necesidad de ser evangelizado».[127]
165. No hay que pensar que en la catequesis el kerygma es abandonado en pos de una formación supuestamente más
«sólida». Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio
que ese anuncio. Toda formación cristiana es ante todo la profundización del kerygma que se va haciendo carne cada
vez más y mejor, que nunca deja de iluminar la tarea catequística, y que
permite comprender adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle
en la catequesis. Es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en
todo corazón humano. La centralidad del kerygma
demanda ciertas características del anuncio que hoy son necesarias en todas
partes: que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y
religiosa, que no imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas
notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa que no
reduzca la predicación a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que
evangélicas. Esto exige al evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger
mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que
no condena.
166. Otra característica de la catequesis, que se ha desarrollado en
las últimas décadas, es la de una iniciación mistagógica,[128]
que significa básicamente dos cosas: la necesaria progresividad de la
experiencia formativa donde interviene toda la comunidad y una renovada
valoración de los signos litúrgicos de la iniciación cristiana. Muchos manuales
y planificaciones todavía no se han dejado interpelar por la necesidad de una
renovación mistagógica, que podría tomar formas muy diversas de acuerdo con el
discernimiento de cada comunidad educativa. El encuentro catequístico es un
anuncio de la Palabra y está centrado en ella, pero siempre necesita una
adecuada ambientación y una atractiva motivación, el uso de símbolos elocuentes,
su inserción en un amplio proceso de crecimiento y la integración de todas las
dimensiones de la persona en un camino comunitario de escucha y de respuesta.
167. Es bueno que toda catequesis preste una especial atención al
«camino de la belleza» (via
pulchritudinis).[129] Anunciar
a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero
y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y
de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea, todas las
expresiones de verdadera belleza pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda
a encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un relativismo
estético,[130] que
pueda oscurecer el lazo inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de
recuperar la estima de la belleza para poder llegar al corazón humano y hacer
resplandecer en él la verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san
Agustín, nosotros no amamos sino lo que es bello,[131] el
Hijo hecho hombre, revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y
nos atrae hacia sí con lazos de amor. Entonces se vuelve necesario que la
formación en la via pulchritudinis
esté inserta en la transmisión de la fe. Es deseable que cada Iglesia
particular aliente el uso de las artes en su tarea evangelizadora, en
continuidad con la riqueza del pasado, pero también en la vastedad de sus
múltiples expresiones actuales, en orden a transmitir la fe en un nuevo
«lenguaje parabólico».[132] Hay
que atreverse a encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva
carne para la transmisión de la Palabra, las formas diversas de belleza que se
valoran en diferentes ámbitos culturales, e incluso aquellos modos no
convencionales de belleza, que pueden ser poco significativos para los
evangelizadores, pero que se han vuelto particularmente atractivos para otros.
168. En lo que se refiere a la propuesta moral de la catequesis, que
invita a crecer en fidelidad al estilo de vida del Evangelio, conviene
manifestar siempre el bien deseable, la propuesta de vida, de madurez, de
realización, de fecundidad, bajo cuya luz puede comprenderse nuestra denuncia
de los males que pueden oscurecerla. Más que como expertos en diagnósticos
apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan en detectar todo peligro o
desviación, es bueno que puedan vernos como alegres mensajeros de propuestas
superadoras, custodios del bien y la belleza que resplandecen en una vida fiel
al Evangelio.
169. En una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la
vez obsesionada por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente
enferma de curiosidad malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para
contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. En
este mundo los ministros ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer
presente la fragancia de la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. La
Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos –sacerdotes, religiosos y laicos– en
este «arte del acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse las
sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de
projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo
tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana.
170. Aunque suene obvio, el acompañamiento espiritual debe llevar más
y más a Dios, en quien podemos alcanzar la verdadera libertad. Algunos se creen
libres cuando caminan al margen de Dios, sin advertir que se quedan
existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde retornar siempre.
Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes, que giran siempre en torno
a sí mismos sin llegar a ninguna parte. El acompañamiento sería
contraproducente si se convirtiera en una suerte de terapia que fomente este
encierro de las personas en su inmanencia y deje de ser una peregrinación con
Cristo hacia el Padre.
171. Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su
experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia,
la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para
cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que intentan
disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es
más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del
corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero
encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra
oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir
de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un
genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de
responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que
Dios ha sembrado en la propia vida. Pero siempre con la paciencia de quien sabe
aquello que enseñaba santo Tomás de Aquino: que alguien puede tener la gracia y
la caridad, pero no ejercitar bien alguna de las virtudes «a causa de algunas
inclinaciones contrarias» que persisten.[133]
Es decir, la organicidad de las virtudes se da siempre y necesariamente «in habitu», aunque los condicionamientos
puedan dificultar las operaciones de
esos hábitos virtuosos. De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las
personas, paso a paso, a la plena asimilación del misterio».[134]
Para llegar a un punto de madurez, es decir, para que las personas sean capaces
de decisiones verdaderamente libres y responsables, es preciso dar tiempo, con
una inmensa paciencia. Como decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el
mensajero de Dios».
172. El acompañante sabe reconocer que la situación de cada sujeto
ante Dios y su vida en gracia es un misterio que nadie puede conocer plenamente
desde afuera. El Evangelio nos propone corregir y ayudar a crecer a una persona
a partir del reconocimiento de la maldad objetiva de sus acciones (cf. Mt 18,15), pero sin emitir juicios sobre
su responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt
7,1; Lc 6,37). De todos modos, un
buen acompañante no consiente los fatalismos o la pusilanimidad. Siempre invita
a querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, a
salir siempre de nuevo a anunciar el Evangelio. La propia experiencia de dejarnos
acompañar y curar, capaces de expresar con total sinceridad nuestra vida ante
quien nos acompaña, nos enseña a ser pacientes y compasivos con los demás y nos
capacita para encontrar las maneras de despertar su confianza, su apertura y su
disposición para crecer.
173. El auténtico acompañamiento espiritual siempre se inicia y se
lleva adelante en el ámbito del servicio a la misión evangelizadora. La
relación de Pablo con Timoteo y Tito es ejemplo de este acompañamiento y
formación en medio de la acción apostólica. Al mismo tiempo que les confía la
misión de quedarse en cada ciudad para «terminar de organizarlo todo» (Tt 1,5; cf. 1 Tm 1,3-5), les da criterios para la vida personal y para la
acción pastoral. Esto se distingue claramente de todo tipo de acompañamiento
intimista, de autorrealización aislada. Los discípulos misioneros acompañan a
los discípulos misioneros.
174. No sólo la homilía debe alimentarse de la Palabra de Dios. Toda
la evangelización está fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida,
celebrada y testimoniada. Las Sagradas Escrituras son fuente de la
evangelización. Por lo tanto, hace falta formarse continuamente en la escucha
de la Palabra. La Iglesia no evangeliza si no se deja continuamente evangelizar.
Es indispensable que la Palabra de Dios «sea cada vez más el corazón de toda
actividad eclesial».[135] La
Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y
refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico
testimonio evangélico en la vida cotidiana. Ya hemos superado aquella vieja
contraposición entre Palabra y Sacramento. La Palabra proclamada, viva y
eficaz, prepara la recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra
alcanza su máxima eficacia.
175. El estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta
a todos los creyentes.[136] Es
fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la catequesis y todos
los esfuerzos por transmitir la fe.[137] La
evangelización requiere la familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige a
las diócesis, parroquias y a todas las agrupaciones católicas, proponer un
estudio serio y perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante
personal y comunitaria.[138] Nosotros
no buscamos a tientas ni necesitamos esperar que Dios nos dirija la palabra,
porque realmente «Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido sino que se ha
mostrado».[139]
Acojamos el sublime tesoro de la Palabra revelada.
CAPÍTULO CUARTO
LA DIMENSIÓN SOCIAL DE LA EVANGELIZACIÓN
176. Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios. Pero
«ninguna definición parcial o fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y
dinámica que comporta la evangelización, si no es con el riesgo de empobrecerla
e incluso mutilarla».[140]
Ahora quisiera compartir mis inquietudes acerca de la dimensión social de la
evangelización precisamente porque, si esta dimensión no está debidamente
explicitada, siempre se corre el riesgo de desfigurar el sentido auténtico e
integral que tiene la misión evangelizadora.
177. El kerygma tiene un
contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la
vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido del primer anuncio
tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad.
178. Confesar a un Padre que ama infinitamente a cada ser humano
implica descubrir que «con ello le confiere una dignidad infinita».[141]
Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne humana significa que cada
persona humana ha sido elevada al corazón mismo de Dios. Confesar que Jesús dio
su sangre por nosotros nos impide conservar alguna duda acerca del amor sin
límites que ennoblece a todo ser humano. Su redención tiene un sentido social porque
«Dios, en Cristo, no redime solamente la persona individual, sino también las
relaciones sociales entre los hombres».[142]
Confesar que el Espíritu Santo actúa en todos implica reconocer que Él procura
penetrar toda situación humana y todos los vínculos sociales: «El Espíritu
Santo posee una inventiva infinita, propia de una mente divina, que provee a
desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos e
impenetrables».[143]
La evangelización procura cooperar también con esa acción liberadora del
Espíritu. El misterio mismo de la Trinidad nos recuerda que fuimos hechos a
imagen de esa comunión divina, por lo cual no podemos realizarnos ni salvarnos
solos. Desde el corazón del Evangelio reconocemos la íntima conexión que existe
entre evangelización y promoción humana, que necesariamente debe expresarse y
desarrollarse en toda acción evangelizadora. La aceptación del primer anuncio,
que invita a dejarse amar por Dios y a amarlo con el amor que Él mismo nos
comunica, provoca en la vida de la persona y en sus acciones una primera y
fundamental reacción: desear, buscar y cuidar el bien de los demás.
179. Esta inseparable conexión entre la recepción del anuncio salvífico
y un efectivo amor fraterno está expresada en algunos textos de las Escrituras
que conviene considerar y meditar detenidamente para extraer de ellos todas sus
consecuencias. Es un mensaje al cual frecuentemente nos acostumbramos, lo
repetimos casi mecánicamente, pero no nos aseguramos de que tenga una real
incidencia en nuestras vidas y en nuestras comunidades. ¡Qué peligroso y qué
dañino es este acostumbramiento que nos lleva a perder el asombro, la
cautivación, el entusiasmo por vivir el Evangelio de la fraternidad y la
justicia! La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la permanente
prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que hicisteis a
uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25,40). Lo que hagamos con los demás
tiene una dimensión trascendente: «Con la medida con que midáis, se os medirá»
(Mt 7,2); y responde a la
misericordia divina con nosotros: «Sed compasivos como vuestro Padre es
compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis
condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará […] Con la medida
con que midáis, se os medirá» (Lc
6,36-38). Lo que expresan estos textos es la absoluta prioridad de la «salida
de sí hacia el hermano» como uno de los dos mandamientos principales que fundan
toda norma moral y como el signo más claro para discernir acerca del camino de
crecimiento espiritual en respuesta a la donación absolutamente gratuita de
Dios. Por eso mismo «el servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva
de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia».[144] Así
como la Iglesia es misionera por naturaleza, también brota ineludiblemente de
esa naturaleza la caridad efectiva con el prójimo, la compasión que comprende,
asiste y promueve.
180. Leyendo las Escrituras queda por demás claro que la propuesta del
Evangelio no es sólo la de una relación personal con Dios. Nuestra respuesta de
amor tampoco debería entenderse como una mera suma de pequeños gestos
personales dirigidos a algunos individuos necesitados, lo cual podría
constituir una «caridad a la carta», una serie de acciones tendentes sólo a
tranquilizar la propia conciencia. La propuesta es el Reino de Dios (cf. Lc
4,43); se trata de amar a Dios que reina en el mundo. En la medida en que Él
logre reinar entre nosotros, la vida social será ámbito de fraternidad, de
justicia, de paz, de dignidad para todos. Entonces, tanto el anuncio como la
experiencia cristiana tienden a provocar consecuencias sociales. Buscamos su
Reino: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás vendrá
por añadidura» (Mt 6,33). El proyecto
de Jesús es instaurar el Reino de su Padre; Él pide a sus discípulos:
«¡Proclamad que está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).
181. El Reino que se anticipa y crece entre nosotros lo toca todo y
nos recuerda aquel principio de discernimiento que Pablo VI proponía con
relación al verdadero desarrollo: «Todos los hombres y todo el hombre».[145]
Sabemos que «la evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la
interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el
Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre».[146] Se trata del criterio de
universalidad, propio de la dinámica del Evangelio, ya que el Padre desea que
todos los hombres se salven y su plan de salvación consiste en «recapitular
todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es
Cristo» (Ef 1,10). El mandato es: «Id
por todo el mundo, anunciad la Buena Noticia a toda la creación» (Mc 16,15), porque «toda la creación
espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Toda la creación quiere decir también todos los aspectos
de la vida humana, de manera que «la misión del anuncio de la Buena Nueva de
Jesucristo tiene una destinación universal. Su mandato de caridad abraza todas
las dimensiones de la existencia, todas las personas, todos los ambientes de la
convivencia y todos los pueblos. Nada de lo humano le puede resultar extraño»[147].
La verdadera esperanza cristiana, que busca el Reino escatológico, siempre
genera historia.
182. Las enseñanzas de la Iglesia sobre situaciones contingentes están
sujetas a mayores o nuevos desarrollos y pueden ser objeto de discusión, pero
no podemos evitar ser concretos –sin pretender entrar en detalles– para que los
grandes principios sociales no se queden en meras generalidades que no
interpelan a nadie. Hace falta sacar sus consecuencias prácticas para que
«puedan incidir eficazmente también en las complejas situaciones actuales».[148]
Los Pastores, acogiendo los aportes de las distintas ciencias, tienen derecho a
emitir opiniones sobre todo aquello que afecte a la vida de las personas, ya
que la tarea evangelizadora implica y exige una promoción integral de cada ser
humano. Ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito
privado y que está sólo para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios
quiere la felicidad de sus hijos también en esta tierra, aunque estén llamados
a la plenitud eterna, porque Él creó todas las cosas «para que las disfrutemos»
(1 Tm 6,17), para que todos puedan disfrutarlas. De ahí que la
conversión cristiana exija revisar «especialmente todo lo que pertenece al
orden social y a la obtención del bien común».[149]
183. Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la
religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la
vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de
la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los
ciudadanos. ¿Quién pretendería encerrar en un templo y acallar el mensaje de
san Francisco de Asís y de la beata Teresa de Calcuta? Ellos no podrían
aceptarlo. Una auténtica fe –que nunca es cómoda e individualista– siempre
implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar
algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta
donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus
dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y
fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos. Si bien
«el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la
política», la Iglesia «no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la
justicia».[150]
Todos los cristianos, también los Pastores, están llamados a preocuparse por la
construcción de un mundo mejor. De eso se trata, porque el pensamiento social
de la Iglesia es ante todo positivo y propositivo, orienta una acción
transformadora, y en ese sentido no deja de ser un signo de esperanza que brota
del corazón amante de Jesucristo. Al mismo tiempo, une «el propio
compromiso al que ya llevan a cabo en el campo social las demás Iglesias y
Comunidades eclesiales, tanto en el ámbito de la reflexión doctrinal como en el
ámbito práctico».[151]
184. No es el momento para desarrollar aquí todas las graves
cuestiones sociales que afectan al mundo actual, algunas de las cuales comenté
en el capítulo segundo. Éste no es un documento social, y para reflexionar
acerca de esos diversos temas tenemos un instrumento muy adecuado en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
cuyo uso y estudio recomiendo vivamente. Además, ni el Papa ni la Iglesia
tienen el monopolio en la interpretación de la realidad social o en la
propuesta de soluciones para los problemas contemporáneos. Puedo repetir aquí
lo que lúcidamente indicaba Pablo VI: «Frente a situaciones tan diversas, nos
es difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una solución con
valor universal. No es éste nuestro propósito ni tampoco nuestra misión.
Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación
propia de su país».[152]
185. A continuación procuraré concentrarme en dos grandes cuestiones
que me parecen fundamentales en este momento de la historia. Las desarrollaré
con bastante amplitud porque considero que determinarán el futuro de la
humanidad. Se trata, en primer lugar, de la inclusión social de los pobres y,
luego, de la paz y el diálogo social.
186. De nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los
pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los más
abandonados de la sociedad.
187. Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos
de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan
integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos
para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo. Basta recorrer las Escrituras
para descubrir cómo el Padre bueno quiere escuchar el clamor de los pobres: «He
visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus
opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo […] Ahora pues,
ve, yo te envío…» (Ex 3,7-8.10), y se
muestra solícito con sus necesidades: «Entonces los israelitas clamaron al
Señor y Él les suscitó un libertador» (Jc
3,15). Hacer oídos sordos a ese clamor, cuando nosotros somos los instrumentos
de Dios para escuchar al pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del Padre y de
su proyecto, porque ese pobre «clamaría al Señor contra ti y tú te cargarías
con un pecado» (Dt 15,9). Y la falta
de solidaridad en sus necesidades afecta directamente a nuestra relación con
Dios: «Si te maldice lleno de amargura, su Creador escuchará su imprecación» (Si 4,6). Vuelve siempre la vieja
pregunta: «Si alguno que posee bienes del mundo ve a su hermano que está
necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de
Dios?» (1 Jn 3,17). Recordemos
también con cuánta contundencia el Apóstol Santiago retomaba la figura del
clamor de los oprimidos: «El salario de los obreros que segaron vuestros
campos, y que no habéis pagado, está gritando. Y los gritos de los segadores
han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (5,4).
188. La Iglesia ha reconocido que la exigencia de escuchar este clamor
brota de la misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo
cual no se trata de una misión reservada sólo a algunos: «La Iglesia, guiada
por el Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y
quiere responder a él con todas sus fuerzas».[153]En
este marco se comprende el pedido de Jesús a sus discípulos: «¡Dadles vosotros
de comer!» (Mc 6,37), lo cual implica
tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza y
para promover el desarrollo integral de los pobres, como los gestos más simples
y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que encontramos. La
palabra «solidaridad» está un poco desgastada y a veces se la interpreta mal,
pero es mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad. Supone crear
una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la
vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos.
189. La solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la
función social de la propiedad y el destino universal de los bienes como
realidades anteriores a la propiedad privada. La posesión privada de los bienes
se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien
común, por lo cual la solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle
al pobre lo que le corresponde. Estas convicciones y hábitos de solidaridad,
cuando se hacen carne, abren camino a otras transformaciones estructurales y
las vuelven posibles. Un cambio en las estructuras sin generar nuevas
convicciones y actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras tarde o
temprano se vuelvan corruptas, pesadas e ineficaces.
190. A veces se trata de escuchar el clamor de pueblos enteros,
de los pueblos más pobres de la tierra, porque «la paz se funda no sólo en el
respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los
pueblos».[154]
Lamentablemente, aun los derechos humanos pueden ser utilizados como
justificación de una defensa exacerbada de los derechos individuales o de los
derechos de los pueblos más ricos. Respetando la independencia y la cultura de
cada nación, hay que recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y
para toda la humanidad, y que el solo hecho de haber nacido en un lugar con
menores recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con
menor dignidad. Hay que repetir que «los más favorecidos deben renunciar a
algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio
de los demás».[155]
Para hablar adecuadamente de nuestros derechos necesitamos ampliar más la
mirada y abrir los oídos al clamor de otros pueblos o de otras regiones del
propio país. Necesitamos crecer en una solidaridad que «debe permitir a todos
los pueblos llegar a ser por sí mismos artífices de su destino»,[156]
así como «cada hombre está llamado a desarrollarse».[157]
191. En cada lugar y circunstancia, los cristianos, alentados por sus
Pastores, están llamados a escuchar el clamor de los pobres, como tan bien
expresaron los Obispos de Brasil: «Deseamos asumir, cada día, las alegrías y
esperanzas, las angustias y tristezas del pueblo brasileño, especialmente de
las poblaciones de las periferias urbanas y de las zonas rurales –sin tierra,
sin techo, sin pan, sin salud– lesionadas en sus derechos. Viendo sus miserias,
escuchando sus clamores y conociendo su sufrimiento, nos escandaliza el hecho
de saber que existe alimento suficiente para todos y que el hambre se debe a la
mala distribución de los bienes y de la renta. El problema se agrava con la
práctica generalizada del desperdicio».[158]
192. Pero queremos más todavía, nuestro sueño vuela más alto. No
hablamos sólo de asegurar a todos la comida, o un «decoroso sustento», sino de
que tengan «prosperidad sin exceptuar
bien alguno».[159]
Esto implica educación, acceso al cuidado de la salud y especialmente trabajo,
porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano
expresa y acrecienta la dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso
adecuado a los demás bienes que están destinados al uso común.
193. El imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne
en nosotros cuando se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno. Releamos
algunas enseñanzas de la Palabra de Dios sobre la misericordia, para que
resuenen con fuerza en la vida de la Iglesia. El Evangelio proclama: «Felices
los misericordiosos, porque obtendrán misericordia» (Mt 5,7). El Apóstol Santiago enseña que la misericordia con los
demás nos permite salir triunfantes en el juicio divino: «Hablad y obrad como
corresponde a quienes serán juzgados por una ley de libertad. Porque tendrá un
juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia
triunfa en el juicio» (2,12-13). En este texto, Santiago se muestra como
heredero de lo más rico de la espiritualidad judía del postexilio, que atribuía
a la misericordia un especial valor salvífico: «Rompe tus pecados con obras de
justicia, y tus iniquidades con misericordia para con los pobres, para que tu
ventura sea larga» (Dn 4,24). En esta
misma línea, la literatura sapiencial habla de la limosna como ejercicio
concreto de la misericordia con los necesitados: «La limosna libra de la muerte
y purifica de todo pecado» (Tb 12,9).
Más gráficamente aún lo expresa el Eclesiástico: «Como el agua apaga el fuego
llameante, la limosna perdona los pecados» (3,30). La misma síntesis aparece
recogida en el Nuevo Testamento: «Tened ardiente caridad unos por otros, porque
la caridad cubrirá la multitud de los pecados» (1 Pe 4,8). Esta verdad penetró profundamente la mentalidad de los
Padres de la Iglesia y ejerció una resistencia profética contracultural ante el
individualismo hedonista pagano. Recordemos sólo un ejemplo: «Así como, en
peligro de incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo […] del mismo
modo, si de nuestra paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos turbamos,
una vez que se nos ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia,
alegrémonos de ella como si fuera una fuente que se nos ofrezca en la que
podamos sofocar el incendio».[160]
194. Es un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que
ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo. La reflexión de la
Iglesia sobre estos textos no debería oscurecer o debilitar su sentido
exhortativo, sino más bien ayudar a asumirlos con valentía y fervor. ¿Para qué
complicar lo que es tan simple? Los aparatos conceptuales están para favorecer
el contacto con la realidad que pretenden explicar, y no para alejarnos de
ella. Esto vale sobre todo para las exhortaciones bíblicas que invitan con
tanta contundencia al amor fraterno, al servicio humilde y generoso, a la
justicia, a la misericordia con el pobre. Jesús nos enseñó este camino de
reconocimiento del otro con sus palabras y con sus gestos. ¿Para qué oscurecer
lo que es tan claro? No nos preocupemos sólo por no caer en errores
doctrinales, sino también por ser fieles a este camino luminoso de vida y de
sabiduría. Porque «a los defensores de «la ortodoxia» se dirige a veces el
reproche de pasividad, de indulgencia o de complicidad culpables respecto a
situaciones de injusticia intolerables y a los regímenes políticos que las
mantienen».[161]
195. Cuando san Pablo se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para
discernir «si corría o había corrido en vano» (Ga 2,2), el criterio clave de autenticidad que le indicaron fue que
no se olvidara de los pobres (cf. Ga
2,10). Este gran criterio, para que las comunidades paulinas no se dejaran
devorar por el estilo de vida individualista de los paganos, tiene una gran
actualidad en el contexto presente, donde tiende a desarrollarse un nuevo
paganismo individualista. La belleza misma del Evangelio no siempre puede ser
adecuadamente manifestada por nosotros, pero hay un signo que no debe faltar
jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y
desecha.
196. A veces somos duros de corazón y de mente, nos olvidamos,
nos entretenemos, nos extasiamos con las inmensas posibilidades de consumo y de
distracción que ofrece esta sociedad. Así se produce una especie de alienación
que nos afecta a todos, ya que «está alienada una sociedad que, en sus formas
de organización social, de producción y de consumo, hace más difícil la
realización de esta donación y la formación de esa solidaridad interhumana».[162]
197. El corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres,
tanto que hasta Él mismo «se hizo pobre» (2
Co 8,9). Todo el camino de nuestra redención está signado por los pobres.
Esta salvación vino a nosotros a través del «sí» de una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la
periferia de un gran imperio. El Salvador nació en un pesebre, entre animales,
como lo hacían los hijos de los más pobres; fue presentado en el Templo junto
con dos pichones, la ofrenda de quienes no podían permitirse pagar un cordero
(cf. Lc 2,24; Lv 5,7); creció en un hogar de sencillos trabajadores y trabajó con
sus manos para ganarse el pan. Cuando comenzó a anunciar el Reino, lo seguían
multitudes de desposeídos, y así manifestó lo que Él mismo dijo: «El Espíritu
del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el
Evangelio a los pobres» (Lc 4,18). A
los que estaban cargados de dolor, agobiados de pobreza, les aseguró que Dios
los tenía en el centro de su corazón: «¡Felices vosotros, los pobres, porque el
Reino de Dios os pertenece!» (Lc
6,20); con ellos se identificó: «Tuve hambre y me disteis de comer», y enseñó
que la misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cf. Mt 25,35s).
198. Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría
teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les
otorga «su primera misericordia».[163]
Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los
cristianos, llamados a tener «los mismos sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5). Inspirada en ella, la Iglesia
hizo una opción por los pobres entendida
como una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana,
de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia».[164]
Esta opción –enseñaba Benedicto XVI– «está implícita en la fe cristológica en
aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su
pobreza».[165]
Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que
enseñarnos. Además de participar del sensus
fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que
todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una
invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el
centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en
ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a
escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios
quiere comunicarnos a través de ellos.
199. Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en
programas de promoción y asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un
desborde activista, sino ante todo una atención
puesta en el otro «considerándolo como uno consigo».[166]
Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona,
a partir de la cual deseo buscar efectivamente su bien. Esto implica valorar al
pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de
vivir la fe. El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al
otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su
apariencia: «Del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que
le dé algo gratis».[167]
El pobre, cuando es amado, «es estimado como de alto valor»,[168]
y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de
cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales
o políticos. Sólo desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos
adecuadamente en su camino de liberación. Únicamente esto hará posible que «los
pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en su casa. ¿No sería este
estilo la más grande y eficaz presentación de la Buena Nueva del Reino?».[169]
Sin la opción preferencial por los más pobres, «el anuncio del Evangelio, aun
siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse
en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete
cada día».[170]
200. Puesto que esta Exhortación se dirige a los miembros de la
Iglesia católica quiero expresar con dolor que la peor discriminación que
sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los
pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar
de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los
Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la
fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una
atención religiosa privilegiada y prioritaria.
201. Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque
sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una
excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o profesionales, e
incluso eclesiales. Si bien puede decirse en general que la vocación y la
misión propia de los fieles laicos es la transformación de las distintas
realidades terrenas para que toda actividad humana sea transformada por el
Evangelio,[171]nadie
puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia
social: «La conversión espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo,
el celo por la justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de la
pobreza, son requeridos a todos».[172] Temo
que también estas palabras sólo sean objeto de algunos comentarios sin una
verdadera incidencia práctica. No obstante, confío en la apertura y las buenas
disposiciones de los cristianos, y os pido que busquéis comunitariamente nuevos
caminos para acoger esta renovada propuesta.
202. La necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza
no puede esperar, no sólo por una exigencia pragmática de obtener resultados y
de ordenar la sociedad, sino para sanarla de una enfermedad que la vuelve
frágil e indigna y que sólo podrá llevarla a nuevas crisis. Los planes
asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como
respuestas pasajeras. Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de
los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la
especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad,[173]
no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La
inequidad es raíz de los males sociales.
203. La dignidad de cada persona humana y el bien común son cuestiones
que deberían estructurar toda política económica, pero a veces parecen sólo
apéndices agregados desde fuera para completar un discurso político sin
perspectivas ni programas de verdadero desarrollo integral. ¡Cuántas palabras
se han vuelto molestas para este sistema! Molesta que se hable de ética,
molesta que se hable de solidaridad mundial, molesta que se hable de
distribución de los bienes, molesta que se hable de preservar las fuentes de
trabajo, molesta que se hable de la dignidad de los débiles, molesta que se
hable de un Dios que exige un compromiso por la justicia. Otras veces sucede
que estas palabras se vuelven objeto de un manoseo oportunista que las
deshonra. La cómoda indiferencia ante estas cuestiones vacía nuestra vida y nuestras
palabras de todo significado. La vocación de un empresario es una noble tarea,
siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le
permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y
volver más accesibles para todos los bienes de este mundo.
204. Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano
invisible del mercado. El crecimiento en equidad exige algo más que el
crecimiento económico, aunque lo supone, requiere decisiones, programas, mecanismos
y procesos específicamente orientados a una mejor distribución del ingreso, a
una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral de los pobres que
supere el mero asistencialismo. Estoy lejos de proponer un populismo
irresponsable, pero la economía ya no puede recurrir a remedios que son un
nuevo veneno, como cuando se pretende aumentar la rentabilidad reduciendo el
mercado laboral y creando así nuevos excluidos.
205. ¡Pido a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar
en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas
y no la apariencia de los males de nuestro mundo! La política, tan denigrada,
es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad,
porque busca el bien común.[174]
Tenemos que convencernos de que la caridad «no es sólo el principio de las
micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino
también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y
políticas».[175]
¡Ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes les duela de verdad la
sociedad, el pueblo, la vida de los pobres! Es imperioso que los gobernantes y
los poderes financieros levanten la mirada y amplíen sus perspectivas, que
procuren que haya trabajo digno, educación y cuidado de la salud para todos los
ciudadanos. ¿Y por qué no acudir a Dios para que inspire sus planes? Estoy
convencido de que a partir de una apertura a la trascendencia podría formarse
una nueva mentalidad política y económica que ayudaría a superar la dicotomía
absoluta entre la economía y el bien común social.
206. La economía, como la misma palabra indica, debería ser el arte de
alcanzar una adecuada administración de la casa común, que es el mundo entero.
Todo acto económico de envergadura realizado en una parte del planeta repercute
en el todo; por ello ningún gobierno puede actuar al margen de una
responsabilidad común. De hecho, cada vez se vuelve más difícil encontrar
soluciones locales para las enormes contradicciones globales, por lo cual la
política local se satura de problemas a resolver. Si realmente queremos
alcanzar una sana economía mundial, hace falta en estos momentos de la historia
un modo más eficiente de interacción que, dejando a salvo la soberanía de las
naciones, asegure el bienestar económico de todos los países y no sólo de unos
pocos.
207. Cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda
subsistir tranquila sin ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para
que los pobres vivan con dignidad y para incluir a todos, también correrá el
riesgo de la disolución, aunque hable de temas sociales o critique a los
gobiernos. Fácilmente terminará sumida en la mundanidad espiritual, disimulada
con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos.
208. Si alguien se siente ofendido por mis palabras, le digo que las
expreso con afecto y con la mejor de las intenciones, lejos de cualquier
interés personal o ideología política. Mi palabra no es la de un enemigo ni la
de un opositor. Sólo me interesa procurar que aquellos que están esclavizados
por una mentalidad individualista, indiferente y egoísta, puedan liberarse de
esas cadenas indignas y alcancen un estilo de vida y de pensamiento más humano,
más noble, más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra.
209. Jesús, el evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona,
se identifica especialmente con los más pequeños (cf. Mt 25,40). Esto nos recuerda que todos los cristianos estamos
llamados a cuidar a los más frágiles de la tierra. Pero en el vigente modelo
«exitista» y «privatista» no parece tener sentido invertir para que los lentos,
débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida.
210. Es indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas
formas de pobreza y fragilidad donde estamos llamados a reconocer a Cristo
sufriente, aunque eso aparentemente no nos aporte beneficios tangibles e
inmediatos: los sin techo, los toxicodependientes, los refugiados, los pueblos
indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados, etc. Los migrantes me
plantean un desafío particular por ser Pastor de una Iglesia sin fronteras que
se siente madre de todos. Por ello, exhorto a los países a una generosa
apertura, que en lugar de temer la destrucción de la identidad local sea capaz
de crear nuevas síntesis culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan
la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración
un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su
diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan,
favorecen el reconocimiento del otro!
211. Siempre me angustió la situación de los que son objeto de las
diversas formas de trata de personas. Quisiera que se escuchara el grito de
Dios preguntándonos a todos: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde está ese que estás
matando cada día en el taller clandestino, en la red de prostitución, en los
niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene que trabajar a
escondidas porque no ha sido formalizado? No nos hagamos los distraídos. Hay
mucho de complicidad. ¡La pregunta es para todos! En nuestras ciudades está
instalado este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las manos preñadas
de sangre debido a la complicidad cómoda y muda.
212. Doblemente pobres son las mujeres que sufren situaciones de
exclusión, maltrato y violencia, porque frecuentemente se encuentran con
menores posibilidades de defender sus derechos. Sin embargo, también entre
ellas encontramos constantemente los más admirables gestos de heroísmo
cotidiano en la defensa y el cuidado de la fragilidad de sus familias.
213. Entre esos débiles, que la Iglesia quiere cuidar con
predilección, están también los niños por nacer, que son los más indefensos e
inocentes de todos, a quienes hoy se les quiere negar su dignidad humana en
orden a hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones
para que nadie pueda impedirlo. Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la
defensa que la Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su postura como
algo ideológico, oscurantista y conservador. Sin embargo, esta defensa de la
vida por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho
humano. Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado e
inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. Es un fin
en sí mismo y nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta
convicción cae, no quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los
derechos humanos, que siempre estarían sometidos a conveniencias
circunstanciales de los poderosos de turno. La sola razón es suficiente para
reconocer el valor inviolable de cualquier vida humana, pero si además la
miramos desde la fe, «toda violación de la dignidad personal del ser humano
grita venganza delante de Dios y se configura como ofensa al Creador del
hombre».[176]
214. Precisamente porque es una cuestión que hace a la coherencia
interna de nuestro mensaje sobre el valor de la persona humana, no debe
esperarse que la Iglesia cambie su postura sobre esta cuestión. Quiero ser
completamente honesto al respecto. Éste no es un asunto sujeto a supuestas
reformas o «modernizaciones». No es progresista pretender resolver los
problemas eliminando una vida humana. Pero también es verdad que hemos hecho
poco para acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran en
situaciones muy duras, donde el aborto se les presenta como una rápida solución
a sus profundas angustias, particularmente cuando la vida que crece en ellas ha
surgido como producto de una violación o en un contexto de extrema pobreza.
¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?
215. Hay otros seres frágiles e indefensos, que muchas veces quedan a
merced de los intereses económicos o de un uso indiscriminado. Me refiero al
conjunto de la creación. Los seres humanos no somos meros beneficiarios, sino
custodios de las demás criaturas. Por nuestra realidad corpórea, Dios nos ha
unido tan estrechamente al mundo que nos rodea, que la desertificación del
suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de
una especie como si fuera una mutilación. No dejemos que a nuestro paso queden
signos de destrucción y de muerte que afecten nuestra vida y la de las futuras
generaciones.[177]
En este sentido, hago propio el bello y profético lamento que hace varios años
expresaron los Obispos de Filipinas: «Una increíble variedad de insectos vivían
en el bosque y estaban ocupados con todo tipo de tareas […] Los pájaros volaban
por el aire, sus plumas brillantes y sus diferentes cantos añadían color y
melodía al verde de los bosques [...] Dios quiso esta tierra para nosotros, sus
criaturas especiales, pero no para que pudiéramos destruirla y convertirla en
un páramo [...] Después de una sola noche de lluvia, mira hacia los ríos de
marrón chocolate de tu localidad, y recuerda que se llevan la sangre viva de la
tierra hacia el mar [...] ¿Cómo van a poder nadar los peces en alcantarillas
como el río Pasig y tantos otros ríos que hemos contaminado? ¿Quién ha
convertido el maravilloso mundo marino en cementerios subacuáticos despojados
de vida y de color?».[178]
216. Pequeños pero fuertes en el amor de Dios, como san Francisco de
Asís, todos los cristianos estamos llamados a cuidar la fragilidad del pueblo y
del mundo en que vivimos.
217. Hemos hablado mucho sobre la alegría y sobre el amor, pero la
Palabra de Dios menciona también el fruto de la paz (cf. Ga 5,22).
218. La paz social no puede entenderse como un irenismo o como una
mera ausencia de violencia lograda por la imposición de un sector sobre los
otros. También sería una falsa paz aquella que sirva como excusa para
justificar una organización social que silencie o tranquilice a los más pobres,
de manera que aquellos que gozan de los mayores beneficios puedan sostener su
estilo de vida sin sobresaltos mientras los demás sobreviven como pueden. Las
reivindicaciones sociales, que tienen que ver con la distribución del ingreso,
la inclusión social de los pobres y los derechos humanos, no pueden ser
sofocadas con el pretexto de construir un consenso de escritorio o una efímera
paz para una minoría feliz. La dignidad de la persona humana y el bien común
están por encima de la tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus
privilegios. Cuando estos valores se ven afectados, es necesaria una voz
profética.
219. La paz tampoco «se reduce a una ausencia de guerra, fruto del
equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz se construye día a día, en
la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más
perfecta entre los hombres».[179]
En definitiva, una paz que no surja como fruto del desarrollo integral de
todos, tampoco tendrá futuro y siempre será semilla de nuevos conflictos y de
variadas formas de violencia.
220. En cada nación, los habitantes desarrollan la dimensión social de
sus vidas configurándose como ciudadanos responsables en el seno de un pueblo,
no como masa arrastrada por las fuerzas dominantes. Recordemos que «el ser
ciudadano fiel es una virtud y la participación en la vida política es una
obligación moral».[180]
Pero convertirse en pueblo es todavía
más, y requiere un proceso constante en el cual cada nueva generación se ve
involucrada. Es un trabajo lento y arduo que exige querer integrarse y aprender
a hacerlo hasta desarrollar una cultura del encuentro en una pluriforme
armonía.
221. Para avanzar en esta construcción de un pueblo en paz, justicia y
fraternidad, hay cuatro principios relacionados con tensiones bipolares propias
de toda realidad social. Brotan de los grandes postulados de la Doctrina Social
de la Iglesia, los cuales constituyen «el primer y fundamental parámetro de
referencia para la interpretación y la valoración de los fenómenos sociales».[181]
A la luz de ellos, quiero proponer ahora estos cuatro principios que orientan
específicamente el desarrollo de la convivencia social y la construcción de un
pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común. Lo hago con la
convicción de que su aplicación puede ser un genuino camino hacia la paz dentro
de cada nación y en el mundo entero.
222. Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La
plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se
nos pone delante. El «tiempo», ampliamente considerado, hace referencia a la
plenitud como expresión del horizonte que se nos abre, y el momento es
expresión del límite que se vive en un espacio acotado. Los ciudadanos viven en
tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte
mayor, de la utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae. De aquí
surge un primer principio para avanzar en la construcción de un pueblo: el
tiempo es superior al espacio.
223. Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse
por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles
y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad. Es
una invitación a asumir la tensión entre plenitud y límite, otorgando prioridad
al tiempo. Uno de los pecados que a veces se advierten en la actividad
sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los
tiempos de los procesos. Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para
tener todo resuelto en el presente, para intentar tomar posesión de todos los
espacios de poder y autoafirmación. Es cristalizar los procesos y pretender
detenerlos. Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. El tiempo rige los
espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en constante
crecimiento, sin caminos de retorno. Se trata de privilegiar las acciones que
generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos
que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos
históricos. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad.
224. A veces me pregunto quiénes son los que en el mundo actual
se preocupan realmente por generar procesos que construyan pueblo, más que por
obtener resultados inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y
efímero, pero que no construyen la plenitud humana. La historia los juzgará
quizás con aquel criterio que enunciaba Romano Guardini: «El único patrón para
valorar con acierto una época es preguntar hasta qué punto se desarrolla en
ella y alcanza una auténtica razón de ser la
plenitud de la existencia humana, de acuerdo con el carácter peculiar y las
posibilidades de dicha época».[182]
225. Este criterio también es muy propio de la evangelización, que
requiere tener presente el horizonte, asumir los procesos posibles y el camino
largo. El Señor mismo en su vida mortal dio a entender muchas veces a sus
discípulos que había cosas que no podían comprender todavía y que era necesario
esperar al Espíritu Santo (cf. Jn
16,12-13). La parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt 13,24-30) grafica un aspecto importante de la evangelización que
consiste en mostrar cómo el enemigo puede ocupar el espacio del Reino y causar
daño con la cizaña, pero es vencido por la bondad del trigo que se manifiesta
con el tiempo.
226. El conflicto no puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser
asumido. Pero si quedamos atrapados en él, perdemos perspectivas, los
horizontes se limitan y la realidad misma queda fragmentada. Cuando nos
detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos el sentido de la unidad
profunda de la realidad.
227. Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante
como si nada pasara, se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros
entran de tal manera en el conflicto que quedan prisioneros, pierden
horizontes, proyectan en las instituciones las propias confusiones e insatisfacciones
y así la unidad se vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más
adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto,
resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. «¡Felices los que
trabajan por la paz!» (Mt 5,9).
228. De este modo, se hace posible desarrollar una comunión en las
diferencias, que sólo pueden facilitar esas grandes personas que se animan a ir
más allá de la superficie conflictiva y miran a los demás en su dignidad más
profunda. Por eso hace falta postular un principio que es indispensable para
construir la amistad social: la unidad es superior al conflicto. La
solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierte así
en un modo de hacer la historia, en un ámbito viviente donde los conflictos,
las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra
nueva vida. No es apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno en el
otro, sino por la resolución en un plano superior que conserva en sí las virtualidades
valiosas de las polaridades en pugna.
229. Este criterio evangélico nos recuerda que Cristo ha unificado
todo en sí: cielo y tierra, Dios y hombre, tiempo y eternidad, carne y
espíritu, persona y sociedad. La señal de esta unidad y reconciliación de todo
en sí es la paz. Cristo «es nuestra paz» (Ef
2,14). El anuncio evangélico comienza siempre con el saludo de paz, y la paz
corona y cohesiona en cada momento las relaciones entre los discípulos. La paz
es posible porque el Señor ha vencido al mundo y a su conflictividad permanente
«haciendo la paz mediante la sangre de su cruz» (Col 1,20). Pero si vamos al fondo de estos textos bíblicos, tenemos
que llegar a descubrir que el primer ámbito donde estamos llamados a lograr
esta pacificación en las diferencias es la propia interioridad, la propia vida
siempre amenazada por la dispersión dialéctica.[183]
Con corazones rotos en miles de fragmentos será difícil construir una auténtica
paz social.
230. El anuncio de paz no es el de una paz negociada, sino la
convicción de que la unidad del Espíritu armoniza todas las diversidades.
Supera cualquier conflicto en una nueva y prometedora síntesis. La diversidad
es bella cuando acepta entrar constantemente en un proceso de reconciliación,
hasta sellar una especie de pacto cultural que haga emerger una «diversidad
reconciliada», como bien enseñaron los Obispos del Congo: «La diversidad de
nuestras etnias es una riqueza [...] Sólo con la unidad, con la conversión de
los corazones y con la reconciliación podremos hacer avanzar nuestro país».[184]
231. Existe también una tensión bipolar entre la idea y la realidad.
La realidad simplemente es, la idea se elabora. Entre las dos se debe instaurar
un diálogo constante, evitando que la idea termine separándose de la realidad.
Es peligroso vivir en el reino de la sola palabra, de la imagen, del sofisma.
De ahí que haya que postular un tercer principio: la realidad es superior a la
idea. Esto supone evitar diversas formas de ocultar la realidad: los purismos
angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los nominalismos
declaracionistas, los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos
ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.
232. La idea –las elaboraciones conceptuales– está en función de la
captación, la comprensión y la conducción de la realidad. La idea desconectada
de la realidad origina idealismos y nominalismos ineficaces, que a lo sumo
clasifican o definen, pero no convocan. Lo que convoca es la realidad iluminada
por el razonamiento. Hay que pasar del nominalismo formal a la objetividad
armoniosa. De otro modo, se manipula la verdad, así como se suplanta la
gimnasia por la cosmética.[185]
Hay políticos –e incluso dirigentes religiosos– que se preguntan por qué el
pueblo no los comprende y no los sigue, si sus propuestas son tan lógicas y
claras. Posiblemente sea porque se instalaron en el reino de la pura idea y
redujeron la política o la fe a la retórica. Otros olvidaron la sencillez e
importaron desde fuera una racionalidad ajena a la gente.
233. La realidad es superior a la idea. Este criterio hace a la
encarnación de la Palabra y a su puesta en práctica: «En esto conoceréis el
Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne
es de Dios» (1 Jn 4,2). El criterio
de realidad, de una Palabra ya encarnada y siempre buscando encarnarse, es
esencial a la evangelización. Nos lleva, por un lado, a valorar la historia de
la Iglesia como historia de salvación, a recordar a nuestros santos que
inculturaron el Evangelio en la vida de nuestros pueblos, a recoger la rica
tradición bimilenaria de la Iglesia, sin pretender elaborar un pensamiento
desconectado de ese tesoro, como si quisiéramos inventar el Evangelio. Por otro
lado, este criterio nos impulsa a poner en práctica la Palabra, a realizar
obras de justicia y caridad en las que esa Palabra sea fecunda. No poner en
práctica, no llevar a la realidad la Palabra, es edificar sobre arena,
permanecer en la pura idea y degenerar en intimismos y gnosticismos que no dan
fruto, que esterilizan su dinamismo.
234. Entre la globalización y la localización también se produce una
tensión. Hace falta prestar atención a lo global para no caer en una mezquindad
cotidiana. Al mismo tiempo, no conviene perder de vista lo local, que nos hace
caminar con los pies sobre la tierra. Las dos cosas unidas impiden caer en
alguno de estos dos extremos: uno, que los ciudadanos vivan en un universalismo
abstracto y globalizante, miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los
fuegos artificiales del mundo, que es de otros, con la boca abierta y aplausos
programados; otro, que se conviertan en un museo folklórico de ermitaños
localistas, condenados a repetir siempre lo mismo, incapaces de dejarse
interpelar por el diferente y de valorar la belleza que Dios derrama fuera de
sus límites.
235. El todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de
ellas. Entonces, no hay que
obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay que
ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos.
Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es necesario hundir las
raíces en la tierra fértil y en la historia del propio lugar, que es un don de
Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con una perspectiva más
amplia. Del mismo modo, una persona que conserva su peculiaridad personal y no
esconde su identidad, cuando integra cordialmente una comunidad, no se anula
sino que recibe siempre nuevos estímulos para su propio desarrollo. No es ni la
esfera global que anula ni la parcialidad aislada que esteriliza.
236. El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde
cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros.
El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades
que en él conservan su originalidad. Tanto la acción pastoral como la acción
política procuran recoger en ese poliedro lo mejor de cada uno. Allí entran los
pobres con su cultura, sus proyectos y sus propias potencialidades. Aun las
personas que puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar
que no debe perderse. Es la conjunción de los pueblos que, en el orden
universal, conservan su propia peculiaridad; es la totalidad de las personas en
una sociedad que busca un bien común que verdaderamente incorpora a todos.
237. A los cristianos, este principio nos habla también de la
totalidad o integridad del Evangelio que la Iglesia nos transmite y nos envía a
predicar. Su riqueza plena incorpora a los académicos y a los obreros, a los
empresarios y a los artistas, a todos. La mística popular acoge a su modo el
Evangelio entero, y lo encarna en expresiones de oración, de fraternidad, de
justicia, de lucha y de fiesta. La Buena Noticia es la alegría de un Padre que
no quiere que se pierda ninguno de sus pequeñitos. Así brota la alegría en el
Buen Pastor que encuentra la oveja perdida y la reintegra a su rebaño. El
Evangelio es levadura que fermenta toda la masa y ciudad que brilla en lo alto
del monte iluminando a todos los pueblos. El Evangelio tiene un criterio de
totalidad que le es inherente: no termina de ser Buena Noticia hasta que no es
anunciado a todos, hasta que no fecunda y sana todas las dimensiones del
hombre, y hasta que no integra a todos los hombres en la mesa del Reino. El
todo es superior a la parte.
238. La evangelización también implica un camino de diálogo. Para la
Iglesia, en este tiempo hay particularmente tres campos de diálogo en los
cuales debe estar presente, para cumplir un servicio a favor del pleno
desarrollo del ser humano y procurar el bien común: el diálogo con los Estados,
con la sociedad –que incluye el diálogo con las culturas y con las ciencias– y
con otros creyentes que no forman parte de la Iglesia católica. En todos los
casos «la Iglesia habla desde la luz que le ofrece la fe»,[186] aporta
su experiencia de dos mil años y conserva siempre en la memoria las vidas y
sufrimientos de los seres humanos. Esto va más allá de la razón humana, pero
también tiene un significado que puede enriquecer a los que no creen e invita a
la razón a ampliar sus perspectivas.
239. La Iglesia proclama «el evangelio de la paz» (Ef 6,15) y está abierta a la
colaboración con todas las autoridades nacionales e internacionales para cuidar
este bien universal tan grande. Al anunciar a Jesucristo, que es la paz en
persona (cf. Ef 2,14), la nueva
evangelización anima a todo bautizado a ser instrumento de pacificación y
testimonio creíble de una vida reconciliada.[187] Es
hora de saber cómo diseñar, en una cultura que privilegie el diálogo como forma
de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la
preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones. El autor
principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es
una clase, una fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de
unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se
apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos,
de un pacto social y cultural.
240. Al Estado compete el cuidado y la promoción del bien común de la
sociedad.[188]
Sobre la base de los principios de subsidiariedad y solidaridad, y con un gran
esfuerzo de diálogo político y creación de consensos, desempeña un papel
fundamental, que no puede ser delegado, en la búsqueda del desarrollo integral
de todos. Este papel, en las circunstancias actuales, exige una profunda
humildad social.
241. En el diálogo con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no
tiene soluciones para todas las cuestiones particulares. Pero junto con las
diversas fuerzas sociales, acompaña las propuestas que mejor respondan a la
dignidad de la persona humana y al bien común. Al hacerlo, siempre propone con
claridad los valores fundamentales de la existencia humana, para transmitir
convicciones que luego puedan traducirse en acciones políticas.
242. El diálogo entre ciencia y fe también es parte de la acción
evangelizadora que pacifica.[189] El
cientismo y el positivismo se rehúsan a «admitir como válidas las formas de
conocimiento diversas de las propias de las ciencias positivas».[190] La
Iglesia propone otro camino, que exige una síntesis entre un uso responsable de
las metodologías propias de las ciencias empíricas y otros saberes como la
filosofía, la teología, y la misma fe, que eleva al ser humano hasta el
misterio que trasciende la naturaleza y la inteligencia humana. La fe no le
tiene miedo a la razón; al contrario, la busca y confía en ella, porque «la luz
de la razón y la de la fe provienen ambas de Dios»,[191] y
no pueden contradecirse entre sí. La evangelización está atenta a los avances
científicos para iluminarlos con la luz de la fe y de la ley natural, en orden
a procurar que respeten siempre la centralidad y el valor supremo de la persona
humana en todas las fases de su existencia. Toda la sociedad puede verse
enriquecida gracias a este diálogo que abre nuevos horizontes al pensamiento y
amplía las posibilidades de la razón. También éste es un camino de armonía y de
pacificación.
243. La Iglesia no pretende detener el admirable progreso de las
ciencias. Al contrario, se alegra e incluso disfruta reconociendo el enorme
potencial que Dios ha dado a la mente humana. Cuando el desarrollo de las
ciencias, manteniéndose con rigor académico en el campo de su objeto
específico, vuelve evidente una determinada conclusión que la razón no puede negar,
la fe no la contradice. Los creyentes tampoco pueden pretender que una opinión
científica que les agrada, y que ni siquiera ha sido suficientemente
comprobada, adquiera el peso de un dogma de fe. Pero, en ocasiones, algunos
científicos van más allá del objeto formal de su disciplina y se extralimitan
con afirmaciones o conclusiones que exceden el campo de la propia ciencia. En
ese caso, no es la razón lo que se propone, sino una determinada ideología que
cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico y fructífero.
244. El empeño ecuménico responde a la oración del Señor Jesús que
pide «que todos sean uno» (Jn 17,21).
La credibilidad del anuncio cristiano sería mucho mayor si los cristianos
superaran sus divisiones y la Iglesia realizara «la plenitud de catolicidad que
le es propia, en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el
Bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión».[192] Tenemos
que recordar siempre que somos peregrinos, y peregrinamos juntos. Para eso hay
que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas, y
mirar ante todo lo que buscamos: la paz en el rostro del único Dios. Confiarse
al otro es algo artesanal, la paz es artesanal. Jesús nos dijo: «¡Felices los
que trabajan por la paz!» (Mt 5,9).
En este empeño, también entre nosotros, se cumple la antigua profecía: «De sus
espadas forjarán arados» (Is 2,4).
245. Bajo esta luz, el ecumenismo es un aporte a la unidad de la
familia humana. La presencia en el Sínodo del Patriarca de Constantinopla, Su
Santidad Bartolomé I, y del Arzobispo de Canterbury, Su Gracia Rowan Douglas
Williams, fue un verdadero don de Dios y un precioso testimonio cristiano.[193]
246. Dada la gravedad del antitestimonio de la división entre
cristianos, particularmente en Asia y en África, la búsqueda de caminos de
unidad se vuelve urgente. Los misioneros en esos continentes mencionan
reiteradamente las críticas, quejas y burlas que reciben debido al escándalo de
los cristianos divididos. Si nos concentramos en las convicciones que nos unen
y recordamos el principio de la jerarquía de verdades, podremos caminar
decididamente hacia expresiones comunes de anuncio, de servicio y de
testimonio. La inmensa multitud que no ha acogido el anuncio de Jesucristo no
puede dejarnos indiferentes. Por lo tanto, el empeño por una unidad que
facilite la acogida de Jesucristo deja de ser mera diplomacia o cumplimiento
forzado, para convertirse en un camino ineludible de la evangelización. Los
signos de división entre los cristianos en países que ya están destrozados por
la violencia agregan más motivos de conflicto por parte de quienes deberíamos
ser un atractivo fermento de paz. ¡Son tantas y tan valiosas las cosas que nos
unen! Y si realmente creemos en la libre y generosa acción del Espíritu,
¡cuántas cosas podemos aprender unos de otros! No se trata sólo de recibir
información sobre los demás para conocerlos mejor, sino de recoger lo que el
Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros. Sólo para dar
un ejemplo, en el diálogo con los hermanos ortodoxos, los católicos tenemos la
posibilidad de aprender algo más sobre el sentido de la colegialidad episcopal
y sobre su experiencia de la sinodalidad. A través de un intercambio de dones,
el Espíritu puede llevarnos cada vez más a la verdad y al bien.
247. Una mirada muy especial se dirige al pueblo judío, cuya Alianza
con Dios jamás ha sido revocada, porque «los dones y el llamado de Dios son
irrevocables» (Rm 11,29). La Iglesia,
que comparte con el Judaísmo una parte importante de las Sagradas Escrituras,
considera al pueblo de la Alianza y su fe como una raíz sagrada de la propia
identidad cristiana (cf. Rm
11,16-18). Los cristianos no podemos considerar al Judaísmo como una religión
ajena, ni incluimos a los judíos entre aquellos llamados a dejar los ídolos
para convertirse al verdadero Dios (cf. 1
Ts 1,9). Creemos junto con ellos en el único Dios que actúa en la historia,
y acogemos con ellos la común Palabra revelada.
248. El diálogo y la amistad con los hijos de Israel son parte de la
vida de los discípulos de Jesús. El afecto que se ha desarrollado nos lleva a
lamentar sincera y amargamente las terribles persecuciones de las que fueron y
son objeto, particularmente aquellas que involucran o involucraron a
cristianos.
249. Dios sigue obrando en el pueblo de la Antigua Alianza y provoca
tesoros de sabiduría que brotan de su encuentro con la Palabra divina. Por eso,
la Iglesia también se enriquece cuando recoge los valores del Judaísmo. Si bien
algunas convicciones cristianas son inaceptables para el Judaísmo, y la Iglesia
no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica
complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y
ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra, así como
compartir muchas convicciones éticas y la común preocupación por la justicia y
el desarrollo de los pueblos.
250. Una actitud de apertura en la verdad y en el amor debe
caracterizar el diálogo con los creyentes de las religiones no cristianas, a
pesar de los varios obstáculos y dificultades, particularmente los
fundamentalismos de ambas partes. Este diálogo interreligioso es una condición
necesaria para la paz en el mundo, y por lo tanto es un deber para los
cristianos, así como para otras comunidades religiosas. Este diálogo es, en
primer lugar, una conversación sobre la vida humana o simplemente, como
proponen los Obispos de la India, «estar abiertos a ellos, compartiendo sus
alegrías y penas».[194]
Así aprendemos a aceptar a los otros en su modo diferente de ser, de
pensar y de expresarse. De esta forma, podremos asumir juntos el deber de
servir a la justicia y la paz, que deberá convertirse en un criterio básico de todo
intercambio. Un diálogo en el que se busquen la paz social y la justicia es en
sí mismo, más allá de lo meramente pragmático, un compromiso ético que crea
nuevas condiciones sociales. Los esfuerzos en torno a un tema específico pueden
convertirse en un proceso en el que, a través de la escucha del otro, ambas
partes encuentren purificación y enriquecimiento. Por lo tanto, estos esfuerzos
también pueden tener el significado del amor a la verdad.
251. En este dialogo, siempre amable y cordial, nunca se debe
descuidar el vínculo esencial entre diálogo y anuncio, que lleva a la Iglesia a
mantener y a intensificar las relaciones con los no cristianos.[195] Un
sincretismo conciliador sería en el fondo un totalitarismo de quienes pretenden
conciliar prescindiendo de valores que los trascienden y de los cuales no son
dueños. La verdadera apertura implica mantenerse firme en las propias
convicciones más hondas, con una identidad clara y gozosa, pero «abierto a
comprender las del otro» y «sabiendo que el diálogo realmente puede enriquecer
a cada uno».[196]
No nos sirve una apertura diplomática, que dice que sí a todo para evitar
problemas, porque sería un modo de engañar al otro y de negarle el bien que uno
ha recibido como un don para compartir generosamente. La evangelización y el
diálogo interreligioso, lejos de oponerse, se sostienen y se alimentan
recíprocamente.[197]
252. En esta época adquiere gran importancia la relación con los
creyentes del Islam, hoy particularmente presentes en muchos países de
tradición cristiana donde pueden celebrar libremente su culto y vivir
integrados en la sociedad. Nunca hay que olvidar que ellos, «confesando
adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único,
misericordioso, que juzgará a los hombres en el día final».[198] Los
escritos sagrados del Islam conservan parte de las enseñanzas cristianas;
Jesucristo y María son objeto de profunda veneración y es admirable ver cómo
jóvenes y ancianos, mujeres y varones del Islam son capaces de dedicar tiempo
diariamente a la oración y de participar fielmente de sus ritos religiosos. Al
mismo tiempo, muchos de ellos tienen una profunda convicción de que la propia
vida, en su totalidad, es de Dios y para Él. También reconocen la necesidad de
responderle con un compromiso ético y con la misericordia hacia los más pobres.
253. Para sostener el diálogo con el Islam es indispensable la
adecuada formación de los interlocutores, no sólo para que estén sólida y
gozosamente radicados en su propia identidad, sino para que sean capaces de
reconocer los valores de los demás, de comprender las inquietudes que subyacen
a sus reclamos y de sacar a luz las convicciones comunes. Los cristianos
deberíamos acoger con afecto y respeto a los inmigrantes del Islam que llegan a
nuestros países, del mismo modo que esperamos y rogamos ser acogidos y
respetados en los países de tradición islámica. ¡Ruego, imploro humildemente a
esos países que den libertad a los cristianos para poder celebrar su culto y
vivir su fe, teniendo en cuenta la libertad que los creyentes del Islam gozan
en los países occidentales! Frente a episodios de fundamentalismo violento que
nos inquietan, el afecto hacia los verdaderos creyentes del Islam debe
llevarnos a evitar odiosas generalizaciones, porque el verdadero Islam y una
adecuada interpretación del Corán se oponen a toda violencia.
254. Los no cristianos, por la gratuita iniciativa divina, y fieles a
su conciencia, pueden vivir «justificados mediante la gracia de Dios»,[199] y
así «asociados al misterio pascual de Jesucristo».[200]
Pero, debido a la dimensión sacramental de la gracia santificante, la acción
divina en ellos tiende a producir signos, ritos, expresiones sagradas que a su
vez acercan a otros a una experiencia comunitaria de camino hacia Dios.[201]
No tienen el sentido y la eficacia de los Sacramentos instituidos por Cristo,
pero pueden ser cauces que el mismo Espíritu suscite para liberar a los no
cristianos del inmanentismo ateo o de experiencias religiosas meramente
individuales. El mismo Espíritu suscita en todas partes diversas formas de
sabiduría práctica que ayudan a sobrellevar las penurias de la existencia y a
vivir con más paz y armonía. Los cristianos también podemos aprovechar esa
riqueza consolidada a lo largo de los siglos, que puede ayudarnos a vivir mejor
nuestras propias convicciones.
255. Los Padres sinodales recordaron la importancia del respeto a la
libertad religiosa, considerada como un derecho humano fundamental.[202] Incluye
«la libertad de elegir la religión que se estima verdadera y de manifestar
públicamente la propia creencia».[203]Un
sano pluralismo, que de verdad respete a los diferentes y los valore como
tales, no implica una privatización de las religiones, con la pretensión de
reducirlas al silencio y la oscuridad de la conciencia de cada uno, o a la
marginalidad del recinto cerrado de los templos, sinagogas o mezquitas. Se
trataría, en definitiva, de una nueva forma de discriminación y de
autoritarismo. El debido respeto a las minorías de agnósticos o no creyentes no
debe imponerse de un modo arbitrario que silencie las convicciones de mayorías
creyentes o ignore la riqueza de las tradiciones religiosas. Eso a la larga
fomentaría más el resentimiento que la tolerancia y la paz.
256. A la hora de preguntarse por la incidencia pública de la
religión, hay que distinguir diversas formas de vivirla. Tanto los
intelectuales como las notas periodísticas frecuentemente caen en groseras y
poco académicas generalizaciones cuando hablan de los defectos de las religiones
y muchas veces no son capaces de distinguir que no todos los creyentes –ni
todas las autoridades religiosas– son iguales. Algunos políticos aprovechan
esta confusión para justificar acciones discriminatorias. Otras veces se
desprecian los escritos que han surgido en el ámbito de una convicción
creyente, olvidando que los textos religiosos clásicos pueden ofrecer un
significado para todas las épocas, tienen una fuerza motivadora que abre
siempre nuevos horizontes, estimula el pensamiento, amplía la mente y la
sensibilidad. Son despreciados por la cortedad de vista de los racionalismos.
¿Es razonable y culto relegarlos a la oscuridad, sólo por haber surgido en el
contexto de una creencia religiosa? Incluyen principios profundamente
humanistas que tienen un valor racional aunque estén teñidos por símbolos y
doctrinas religiosas.
257. Los creyentes nos sentimos cerca también de quienes, no
reconociéndose parte de alguna tradición religiosa, buscan sinceramente la
verdad, la bondad y la belleza, que para nosotros tienen su máxima expresión y
su fuente en Dios. Los percibimos como preciosos aliados en el empeño por la
defensa de la dignidad humana, en la construcción de una convivencia pacífica
entre los pueblos y en la custodia de lo creado. Un espacio peculiar es el de
los llamados nuevos Areópagos, como
el «Atrio de los Gentiles», donde «creyentes y no creyentes pueden dialogar
sobre los temas fundamentales de la ética, del arte y de la ciencia, y sobre la
búsqueda de la trascendencia».[204] Éste
también es un camino de paz para nuestro mundo herido.
258. A partir de algunos temas sociales, importantes en orden al
futuro de la humanidad, procuré explicitar una vez más la ineludible dimensión
social del anuncio del Evangelio, para alentar a todos los cristianos a
manifestarla siempre en sus palabras, actitudes y acciones.
CAPÍTULO QUINTO
EVANGELIZADORES CON ESPÍRITU
259. Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que se
abren sin temor a la acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu
hace salir de sí mismos a los Apóstoles y los transforma en anunciadores de las
grandezas de Dios, que cada uno comienza a entender en su propia lengua. El
Espíritu Santo, además, infunde la fuerza para anunciar la novedad del
Evangelio con audacia (parresía), en
voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy,
bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de
quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere
evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre
todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios.
260. En este último capítulo no ofreceré una síntesis de la
espiritualidad cristiana, ni desarrollaré grandes temas como la oración, la
adoración eucarística o la celebración de la fe, sobre los cuales tenemos ya
valiosos textos magisteriales y célebres escritos de grandes autores. No
pretendo reemplazar ni superar tanta riqueza. Simplemente propondré algunas
reflexiones acerca del espíritu de la nueva evangelización.
261. Cuando se dice que algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos
móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción
personal y comunitaria. Una evangelización con espíritu es muy diferente de un
conjunto de tareas vividas como una obligación pesada que simplemente se
tolera, o se sobrelleva como algo que contradice las propias inclinaciones y
deseos. ¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa
evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el
fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no
arde en los corazones el fuego del Espíritu. En definitiva, una evangelización
con espíritu es una evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de
la Iglesia evangelizadora. Antes de proponeros algunas motivaciones y
sugerencias espirituales, invoco una vez más al Espíritu Santo; le ruego que
venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera
de sí para evangelizar a todos los pueblos.
262. Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que
oran y trabajan. Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las
propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los
discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme
el corazón. Esas propuestas parciales y desintegradoras sólo llegan a grupos
reducidos y no tienen fuerza de amplia penetración, porque mutilan el
Evangelio. Siempre hace falta cultivar un espacio interior que otorgue sentido
cristiano al compromiso y a la actividad.[205]
Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de
diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos
debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La
Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra
enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales los
grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las
adoraciones perpetuas de la Eucaristía. Al mismo tiempo, «se debe rechazar la
tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver
con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación».[206]
Existe el riesgo de que algunos momentos de oración se conviertan en excusa
para no entregar la vida en la misión, porque la privatización del estilo de
vida puede llevar a los cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad.
263. Es sano acordarse de los primeros cristianos y de tantos hermanos
a lo largo de la historia que estuvieron cargados de alegría, llenos de coraje,
incansables en el anuncio y capaces de una gran resistencia activa. Hay quienes
se consuelan diciendo que hoy es más difícil; sin embargo, reconozcamos que las
circunstancias del Imperio romano no eran favorables al anuncio del Evangelio,
ni a la lucha por la justicia, ni a la defensa de la dignidad humana. En todos
los momentos de la historia están presentes la debilidad humana, la búsqueda
enfermiza de sí mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia
que nos acecha a todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro; viene del
límite humano más que de las circunstancias. Entonces, no digamos que hoy es
más difícil; es distinto. Pero aprendamos de los santos que nos han precedido y
enfrentaron las dificultades propias de su época. Para ello, os propongo que
nos detengamos a recuperar algunas motivaciones que nos ayuden a imitarlos hoy.[207]
264. La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que
hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo
siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser
amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de
comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a
cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra
el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él con
el corazón abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de
amor que descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo:
«Cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas
delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace
dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida
nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y
oído es lo que anunciamos» (1 Jn
1,3). La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es
contemplarlo con amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si
lo abordamos de esa manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y
otra vez. Para eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos
depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay
nada mejor para transmitir a los demás.
265. Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus
gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su
entrega total, todo es precioso y le habla a la propia vida. Cada vez que uno
vuelve a descubrirlo, se convence de que eso mismo es lo que los demás
necesitan, aunque no lo reconozcan: «Lo que vosotros adoráis sin conocer es lo
que os vengo a anunciar» (Hch 17,23).
A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas
de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos
propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno. Cuando se logra expresar
adecuadamente y con belleza el contenido esencial del Evangelio, seguramente
ese mensaje hablará a las búsquedas más hondas de los corazones: «El misionero
está convencido de que existe ya en las personas y en los pueblos, por la
acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad
sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del
pecado y de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la
convicción de responder a esta esperanza».[208]
El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos
un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no
puede manipular ni desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del
ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda
porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza
infinita sólo se cura con un infinito amor.
266. Pero esa convicción se sostiene con la propia experiencia,
constantemente renovada, de gustar su amistad y su mensaje. No se puede
perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue convencido, por
experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo,
no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder
escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo,
descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el
mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón. Sabemos bien que
la vida con Él se vuelve mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle
un sentido a todo. Por eso evangelizamos. El verdadero misionero, que nunca
deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con
él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera.
Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega
misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que
transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida,
entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie.
267. Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama.
En definitiva, lo que buscamos es la gloria del Padre, vivimos y actuamos «para
alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6). Si queremos entregarnos a fondo
y con constancia, tenemos que ir más allá de cualquier otra motivación. Éste es
el móvil definitivo, el más profundo, el más grande, la razón y el sentido
final de todo lo demás. Se trata de la gloria del Padre que Jesús buscó durante
toda su existencia. Él es el Hijo eternamente feliz con todo su ser «hacia el
seno del Padre» (Jn 1,18). Si somos
misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha dicho: «La gloria de mi Padre
consiste en que deis fruto abundante» (Jn
15,8). Más allá de que nos convenga o no, nos interese o no, nos sirva o no,
más allá de los límites pequeños de nuestros deseos, nuestra comprensión y
nuestras motivaciones, evangelizamos para la mayor gloria del Padre que nos
ama.
268. La Palabra de Dios también nos invita a reconocer que somos
pueblo: «Vosotros, que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de
Dios» (1 Pe 2,10). Para ser
evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de
estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es
fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo
tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado,
reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si
no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se
dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que
Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su
pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal
modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia.
269. Jesús mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos
introduce en el corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos!
Si hablaba con alguien, miraba sus ojos con una profunda atención amorosa:
«Jesús lo miró con cariño» (Mc
10,21). Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52), y cuando come y bebe con
los pecadores (cf. Mc 2,16), sin
importarle que lo traten de comilón y borracho (cf. Mt 11,19). Lo vemos disponible cuando deja que una mujer prostituta
unja sus pies (cf. Lc 7,36-50) o
cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn
3,1-15). La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese
estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos
integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos
sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus
necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que
lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo
con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino
como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad.
270. A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo
una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos
la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que
renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten
mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de
verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos
la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica
maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia
de pertenecer a un pueblo.
271. Es verdad que, en nuestra relación con el mundo, se nos invita a
dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan.
Se nos advierte muy claramente: «Hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo posible y en cuanto
de vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rm 12,18). También se nos exhorta a tratar de vencer «el mal con el
bien» (Rm 12,21), sin cansarnos «de
hacer el bien» (Ga 6,9) y sin
pretender aparecer como superiores, sino «considerando a los demás como
superiores a uno mismo» (Flp 2,3). De
hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,47; 4,21.33; 5,13). Queda claro
que Jesucristo no nos quiere príncipes que miran despectivamente, sino hombres
y mujeres de pueblo. Ésta no es la opinión de un Papa ni una opción pastoral
entre otras posibles; son indicaciones de la Palabra de Dios tan claras,
directas y contundentes que no necesitan interpretaciones que les quiten fuerza
interpelante. Vivámoslas «sine glossa»,
sin comentarios. De ese modo, experimentaremos el gozo misionero de compartir
la vida con el pueblo fiel a Dios tratando de encender el fuego en el corazón
del mundo.
272. El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el
encuentro pleno con Dios hasta el punto de que quien no ama al hermano «camina
en las tinieblas» (1 Jn 2,11),
«permanece en la muerte» (1 Jn 3,14)
y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8).
Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte
también en ciegos ante Dios»,[209]
y que el amor es en el fondo la única
luz que «ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir
y actuar».[210]
Por lo tanto, cuando vivimos la mística de acercarnos a los demás y de buscar
su bien, ampliamos nuestro interior para recibir los más hermosos regalos del
Señor. Cada vez que nos encontramos con un ser humano en el amor, quedamos
capacitados para descubrir algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los
ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios.
Como consecuencia de esto, si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos
dejar de ser misioneros. La tarea evangelizadora enriquece la mente y el
corazón, nos abre horizontes espirituales, nos hace más sensibles para
reconocer la acción del Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales
limitados. Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto de ser
un manantial, que desborda y refresca a los demás. Sólo puede ser misionero
alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad
de los otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque «hay más
alegría en dar que en recibir» (Hch
20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a
compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más
que un lento suicidio.
273. La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o
un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la
existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme.
Yo soy una misión en esta tierra, y
para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a
fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar,
liberar. Allí aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el político de
alma, esos que han decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si
uno separa la tarea por una parte y la propia privacidad por otra, todo se
vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo sus
propias necesidades. Dejará de ser pueblo.
274. Para compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente,
necesitamos reconocer también que cada persona es digna de nuestra entrega. No
por su aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad
o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura
suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es
objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida.
Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda
apariencia, cada uno es inmensamente
sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro
ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi
vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos
las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!
275. En el capítulo segundo reflexionábamos sobre esa falta de
espiritualidad profunda que se traduce en el pesimismo, el fatalismo, la
desconfianza. Algunas personas no se entregan a la misión, pues creen que nada
puede cambiar y entonces para ellos es inútil esforzarse. Piensan así: «¿Para
qué me voy a privar de mis comodidades y placeres si no voy a ver ningún
resultado importante?». Con esa actitud se vuelve imposible ser misioneros. Tal
actitud es precisamente una excusa maligna para quedarse encerrados en la
comodidad, la flojera, la tristeza insatisfecha, el vacío egoísta. Se trata de
una actitud autodestructiva porque «el hombre no puede vivir sin esperanza: su
vida, condenada a la insignificancia, se volvería insoportable».[211]
Si pensamos que las cosas no van a cambiar, recordemos que Jesucristo ha
triunfado sobre el pecado y la muerte y está lleno de poder. Jesucristo
verdaderamente vive. De otro modo, «si Cristo no resucitó, nuestra predicación
está vacía» (1 Co 15,14). El Evangelio
nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a predicar, «el Señor
colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc 16,20). Eso también sucede hoy. Se nos invita a descubrirlo, a
vivirlo. Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra
esperanza, y no nos faltará su ayuda para cumplir la misión que nos encomienda.
276. Su resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida
que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes
vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable.
Verdad que muchas veces parece que Dios no existiera: vemos injusticias,
maldades, indiferencias y crueldades que no ceden. Pero también es cierto que
en medio de la oscuridad siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o
temprano produce un fruto. En un campo arrasado vuelve a aparecer la vida,
tozuda e invencible. Habrá muchas cosas negras, pero el bien siempre tiende a
volver a brotar y a difundirse. Cada día en el mundo renace la belleza, que
resucita transformada a través de las tormentas de la historia. Los valores
tienden siempre a reaparecer de nuevas maneras, y de hecho el ser humano ha
renacido muchas veces de lo que parecía irreversible. Ésa es la fuerza de la
resurrección y cada evangelizador es un instrumento de ese dinamismo.
277. También aparecen constantemente nuevas dificultades, la
experiencia del fracaso, las pequeñeces humanas que tanto duelen. Todos sabemos
por experiencia que a veces una tarea no brinda las satisfacciones que
desearíamos, los frutos son reducidos y los cambios son lentos, y uno tiene la
tentación de cansarse. Sin embargo, no es lo mismo cuando uno, por cansancio,
baja momentáneamente los brazos que cuando los baja definitivamente dominado
por un descontento crónico, por una acedia que le seca el alma. Puede suceder
que el corazón se canse de luchar porque en definitiva se busca a sí mismo en
un carrerismo sediento de reconocimientos, aplausos, premios, puestos;
entonces, uno no baja los brazos, pero ya no tiene garra, le falta
resurrección. Así, el Evangelio, que es el mensaje más hermoso que tiene este
mundo, queda sepultado debajo de muchas excusas.
278. La fe es también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama,
que vive, que es capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que
saca bien del mal con su poder y con su infinita creatividad. Es creer que Él
marcha victorioso en la historia «en unión con los suyos, los llamados, los
elegidos y los fieles» (Ap 17,14).
Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente en el
mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras: como la semilla
pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol (cf. Mt 13,31-32), como el puñado de
levadura, que fermenta una gran masa (cf. Mt
13,33), y como la buena semilla que crece en medio de la cizaña (cf. Mt 13,24-30), y siempre puede
sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez, lucha por florecer de
nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo
nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la resurrección del
Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha
resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la esperanza
viva!
279. Como no siempre vemos esos brotes, nos hace falta una certeza interior
y es la convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también
en medio de aparentes fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de
barro» (2 Co 4,7). Esta certeza es lo
que se llama «sentido de misterio».
Es saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor
seguramente será fecundo (cf. Jn
15,5). Tal fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser
contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber
cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de
sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones
sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde
ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da
vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A veces nos parece que nuestra
tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un
proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un
espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es
algo mucho más profundo, que escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra
entrega para derramar bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca
iremos. El Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere;
nosotros nos entregamos pero sin pretender ver resultados llamativos. Sólo
sabemos que nuestra entrega es necesaria. Aprendamos a descansar en la ternura
de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos
adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros
esfuerzos como a Él le parezca.
280. Para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida
confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad»
(Rm 8,26). Pero esa confianza
generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos invocarlo constantemente.
Él puede sanar todo lo que nos debilita en el empeño misionero. Es verdad que
esta confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo: es como
sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar. Yo mismo lo
experimenté tantas veces. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar
por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él
nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe
bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto se llama ser
misteriosamente fecundos!
281. Hay una forma de oración que nos estimula particularmente a la
entrega evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás: es la
intercesión. Miremos por un momento el interior de un gran evangelizador como
san Pablo, para percibir cómo era su oración. Esa oración estaba llena de seres
humanos: «En todas mis oraciones siempre pido con alegría por todos vosotros
[...] porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp 1,4.7). Así descubrimos que interceder no nos aparta de la
verdadera contemplación, porque la contemplación que deja fuera a los demás es
un engaño.
282. Esta actitud se convierte también en agradecimiento a Dios por
los demás: «Ante todo, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo por todos
vosotros» (Rm 1,8). Es un
agradecimiento constante: «Doy gracias a Dios sin cesar por todos vosotros a causa de la gracia de Dios que os ha
sido otorgada en Cristo Jesús» (1 Co
1,4); «Doy gracias a mi Dios todas
las veces que me acuerdo de vosotros» (Flp
1,3). No es una mirada incrédula, negativa y desesperanzada, sino una mirada
espiritual, de profunda fe, que reconoce lo que Dios mismo hace en ellos. Al
mismo tiempo, es la gratitud que brota de un corazón verdaderamente atento a
los demás. De esa forma, cuando un evangelizador sale de la oración, el corazón
se le ha vuelto más generoso, se ha liberado de la conciencia aislada y está
deseoso de hacer el bien y de compartir la vida con los demás.
283. Los grandes hombres y mujeres de Dios fueron grandes
intercesores. La intercesión es como «levadura» en el seno de la Trinidad. Es
un adentrarnos en el Padre y descubrir nuevas dimensiones que iluminan las
situaciones concretas y las cambian. Podemos decir que el corazón de Dios se
conmueve por la intercesión, pero en realidad Él siempre nos gana de mano, y lo
que posibilitamos con nuestra intercesión es que su poder, su amor y su lealtad
se manifiesten con mayor nitidez en el pueblo.
284. Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María.
Ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo posible la explosión misionera que se produjo
en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella no
terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización.
285. En la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático
encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus
pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial instante,
antes de dar por consumada la obra que el Padre le había encargado, Jesús le
dijo a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí
tienes a tu madre» (Jn 19,26-27).
Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente una
preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una fórmula de
revelación que manifiesta el misterio de una especial misión salvífica. Jesús
nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo
sentir que «todo está cumplido» (Jn
19,28). Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos
lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una
madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio.
Al Señor no le agrada que falte a su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo
engendró con tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan
los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre
María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a
Cristo, ha sido bellamente expresada por el beato Isaac de Stella: «En las
Escrituras divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia,
virgen y madre, se entiende en particular de la Virgen María […] También se
puede decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo,
hija y hermana, virgen y madre fecunda […] Cristo permaneció nueve meses en el
seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la
consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por
los siglos de los siglos».[212]
286. María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa
de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la
esclavita del Padre que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre
atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón
abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos, es
signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote
la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos
por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Como una
verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama
incesantemente la cercanía del amor de Dios. A través de las distintas advocaciones
marianas, ligadas generalmente a los santuarios, comparte las historias de cada
pueblo que ha recibido el Evangelio, y entra a formar parte de su identidad
histórica. Muchos padres cristianos piden el Bautismo para sus hijos en un
santuario mariano, con lo cual manifiestan la fe en la acción maternal de María
que engendra nuevos hijos para Dios. Es allí, en los santuarios, donde
puede percibirse cómo María reúne a su alrededor a los hijos que peregrinan con
mucho esfuerzo para mirarla y dejarse mirar por ella. Allí encuentran la fuerza
de Dios para sobrellevar los sufrimientos y cansancios de la vida. Como a san
Juan Diego, María les da la caricia de su consuelo maternal y les dice al oído:
«No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?».[213]
287. A la Madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para
que esta invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la
comunidad eclesial. Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe,[214] y
«su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia
constante para la Iglesia».[215]
Ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un destino
de servicio y fecundidad. Nosotros hoy fijamos en ella la mirada, para que nos
ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y para que los nuevos
discípulos se conviertan en agentes evangelizadores.[216] En
esta peregrinación evangelizadora no faltan las etapas de aridez, ocultamiento,
y hasta cierta fatiga, como la que vivió María en los años de Nazaret, mientras
Jesús crecía: «Éste es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable
nueva. No es difícil notar en este inicio una particular fatiga del corazón,
unida a una especie de “noche de la fe” –usando una expresión de san Juan de la
Cruz–, como un “velo” a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir
en intimidad con el misterio. Pues de este modo María, durante muchos años,
permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario
de fe».[217]
288. Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la
Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario
de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son
virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros
para sentirse importantes. Mirándola descubrimos que la misma que alababa a
Dios porque «derribó de su trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los
ricos» (Lc 1,52.53) es la que pone
calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es también la que conserva
cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). María sabe reconocer las
huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en
aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en
el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. Es la
mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la
prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta dinámica de justicia y
ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un
modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal
nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para
todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. Es el
Resucitado quien nos dice, con una potencia que nos llena de inmensa confianza
y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Con María avanzamos confiados
hacia esta promesa, y le decimos:
Virgen y Madre María,
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena de la presencia de Cristo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
Tú, Virgen de la escucha y la contemplación,
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella de la nueva evangelización,
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
Madre del Evangelio viviente,
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la clausura
del Año de la fe, el 24 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del
Universo, del año 2013, primero de mi Pontificado.
FRANCISCUS
__________________
NOTAS
[2] Ibíd., 8: AAS 67 (1975), 292.
[4] V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 360.
[7] Cántico espiritual, 36, 10.
[8] Adversus haereses, IV, c. 34, n. 1: PG 7,
1083: «Omnem novitatem attulit,
semetipsum afferens».
[15] Ibíd., 40: AAS 83 (1991),
287.
[16] Ibíd., 86: AAS 83 (1991), 333.
[17] V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 548.
[21] V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 201.
[34] Cf.
cc. 460-468; 492-502; 511-514; 536-537.
[37] Cf.
Juan Pablo II, Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998): AAS 90 (1998), 641-658.
[39] Cf. Summa Theologiae I-II, q. 66, art. 4-6.
[40] Summa Theologiae I-II, q. 108, art. 1.
[41] Summa Theologiae II-II, q. 30, art. 4. Cf. ibíd. q.
30, art. 4, ad 1: «No adoramos a Dios con sacrificios y dones exteriores por Él
mismo, sino por nosotros y por el prójimo. Él no necesita nuestros sacrificios,
peroquiere que se los ofrezcamos por nuestra devoción y para la utilidad del
prójimo. Por eso, la misericordia, que socorre los defectos ajenos, es el
sacrificio que más le agrada, ya que causa más de cerca la utilidad del
prójimo».
[42] Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
Revelación, 12.
[44] Santo
Tomás de Aquino remarcaba que la multiplicidad y la variedad «proviene de la
intención del primer agente», quien quiso que «lo que faltaba a cada cosa para
representar la bondad divina, fuera suplido por las otras», porque su bondad
«no podría representarse convenientemente por una sola criatura» (Summa Theologiae I, q. 47, art. 1).
Por eso nosotros necesitamos captar la variedad de las cosas en sus múltiples
relaciones (cf. Summa Theologiae I,
q. 47, art. 2, ad 1; q. 47, art. 3). Por razones análogas, necesitamos
escucharnos unos a otros y complementarnos en nuestra captación parcial de la
realidad y del Evangelio.
[46] Juan
Pablo II, Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 19: AAS 87 (1995), 933.
[47] Summa Theologiae I-II, q. 107, art. 4.
[51] Cf.
San Ambrosio, De Sacramentis, IV,
6, 28: PL 16, 464: «Tengo que
recibirle siempre, para que siempre perdone mis pecados. Si peco continuamente,
he de tener siempre un remedio»; ibíd., IV, 5, 24: PL 16, 463: «El que comió el maná murió; el que coma de este cuerpo
obtendrá el perdón de sus pecados»; SanCirilo de Alejandría, In Joh. Evang. IV, 2: PG 73, 584-585: «Me he examinado y me he
reconocido indigno. A los que así hablan les digo: ¿y cuándo seréis dignos?
¿Cuándo os presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros pecados os impiden
acercaros y si nunca vais a dejar de caer –¿quién
conoce sus delitos?, dice el salmo–, ¿os quedaréis sin participar de la
santificación que vivifica para la eternidad?».
[55] San
Juan Crisóstomo, De Lazaro Concio II,
6: PG 48, 992D.
[58] Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 7: AAS 92 (2000), 458.
[59] United
States Conference of Catholic Bishops,
Ministry to Persons with a Homosexual Inclination: Guidelines for Pastoral Care
(2006), 17.
[60]
Conférence des Évêques de France. Conseil Famille et Société, Elargir le mariage aux personnes de même
sexe? Ouvrons le débat! (28 septiembre 2012).
[62] Azione
Cattolica Italiana, Messaggio della XIV
Assemblea Nazionale alla Chiesa ed al Paese (8 mayo 2011).
[63] J. Ratzinger, Situación actual
de la fe y la teología. Conferencia pronunciada en el Encuentro de
Presidentes de Comisiones Episcopales de América Latina para la doctrina
de la fe, celebrado en Guadalajara, México, 1996, publicada en L’Osservatore Romano, 1 noviembre 1996.
Cf. V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 12.
[64]
G.Bernanos, Journal d’un curé de campagne,
Paris 1974, 135.
[66]J. H.
Newman, Letter of 26 January 1833,enThe Letters and Diaries of John Henry Newman,
III, Oxford 1979, 204.
[68] Tomás de
Kempis, De Imitatione Christi, Liber
Primus, IX, 5: «La imaginación y mudanza de lugares engañó a muchos».
[69] Vale
el testimonio de Santa Teresa de Lisieux, en su trato con aquella hermana que
le resultaba particularmente desagradable, donde una experiencia interior tuvo
un impacto decisivo: «Una tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de
costumbre, mi dulce tarea para con la hermana Saint-Pierre. Hacía frío,
anochecía… De pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un instrumento
musical. Entonces me imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente
de ricos dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas, prodigándose
mutuamente cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la pobre enferma,
a quien yo sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba de vez en cuando sus
gemidos lastimeros […] Yo no puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo único
que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales
sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que
no podía creer en mi felicidad» (Santa Teresa de Lisieux, Manuscrito C, 29 vº-30 rº, en Oeuvres
complètes, Paris 1992, 274-275).
[71] H. de
Lubac, Méditation sur l’Église, Paris
1968, 231.
[74] Congregación
para la Doctrina de la Fe, Declaración Inter Insigniores, sobre la cuestión de
la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial (15 octubre 1976), VI: AAS 69 (1977) 115, citada en Juan Pablo
II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre
1988), 51, nota 190: AAS 81
(1989), 493.
[77] Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999),
19: AAS 92 (2000), 478.
[78] Ibíd., 2: AAS 92 (2000),
451.
[82] Cf. Propositio 6; Conc. Ecum. Vat. II,
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 22.
[84] Cf.
III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Puebla, 386-387.
[85] Conc.
Ecum. Vat.II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 36.
[89] Ibíd., 40: AAS 93 (2001), 295.
[93] Cf.
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae,
I, q. 39, art. 8 cons. 2: «Excluido el Espíritu Santo, que es el nexo de ambos, no se puede entender
la unidad de conexión entre el Padre y el Hijo»; cf. también I, q. 37, art. 1,
ad 3.
[95] Cf.
Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999),
20: AAS 92 (2000), 480.
[97] Juan
Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre
1998), 71: AAS 91 (1999), 60.
[98] III
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Puebla, 450; cf. V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 264.
[99] Cf.
Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999),
21: AAS 92 (2000), 483.
[100] N.
48: AAS 68 (1976), 38.
[103] V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 262.
[105] Cf.
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II,
q. 2, art. 2.
[106] V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 264.
[112] Juan
Pablo II, Carta ap. Dies Domini (31 mayo 1998), 41: AAS 90 (1998), 738-739.
[116] Ibíd., 25: AAS 84 (1992),
696.
[117] Santo
Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II,
q. 188, art. 6.
[119] Ibíd., 75: AAS 68 (1976), 65.
[120] Ibíd., 63: AAS 68 (1976), 53.
[121] Ibíd., 43: AAS 68 (1976), 33.
[125] Ibíd., 43: AAS 68 (1976), 33.
[130] Cf.
Conc.Ecum.Vat. II, Decreto Inter mirifica, sobre los medios de
comunicación social,6.
[131] Cf. De musica, VI, XIII, 38: PL 32, 1183-1184; Confes., IV, XIII, 20: PL
32, 701.
[133] Summa Theologiae I-II q. 65, art. 3, ad 2: «propter
aliquas dispositiones contrarias».
[134] Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999),
20: AAS 92 (2000), 481.
[135]
Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 1: AAS 102 (2010), 682.
[137] Cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación,
21-22.
[138] Cf.
Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010),
86-87: AAS 102 (2010), 757-760.
[143] Juan
Pablo II, Catequesis (24 abril 1991): Insegnamenti 14/1 (1991), 853.
[147] V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 380.
[153] Congregación
para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI,
1: AAS 76 (1984), 903.
[157] Ibíd., 15: AAS 59 (1967),
265.
[158]
Conferência Nacional dos Bispos do Brasil, Documento Exigências evangélicas e éticas de superação da miséria e da fome
(abril 2002), Introducción, 2.
[160] San
Agustín, De Catechizandis Rudibus, I,
XIV, 22: PL 40, 327.
[161] Congregación
para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI,
18: AAS (1984), 907-908.
[166] Santo
Tomás de Aquino, Summa TheologiaeII-II,
q. 27, art. 2.
[167] Ibíd., I-II, q. 110, art. 1.
[168] Ibíd., I-II, q. 26, art. 3
[172] Congregación
para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI,
18: AAS 76 (1984), 908.
[173] Esto
implica «eliminar las causas estructurales de
las disfunciones de la economía mundial»: Benedicto XVI, Discurso al Cuerpo Diplomático (8 enero
2007): AAS 99 (2007), 73.
[174] Cf.
Commission sociale des évêques de France, Declaración Réhabiliter la politique (17 febrero 1999); Pío XI, Mensaje, 18 diciembre 1927.
[178] Catholic
Bishops Conference of the Philippines, Carta pastoral What is Happening to our Beautiful Land? (29 enero 1988).
[180] United
States Conference of Catholic Bishops, Carta pastoral Forming Consciences for Faithful Citizenship (2007), 13.
[182] Das Ende der Neuzeit, Würzburg 91965,
41-42.
[183] Cf.
I. Quiles, S.I., Filosofía de la
educación personalista, Buenos Aires 1981, 46-53.
[184] Comité
permanent de la Conférence Episcopale Nationale du Congo, Message sur la situation sécuritaire dans le pays (5 diciembre
2012), 11.
[185] Cf.
Platón, Gorgias, 465.
[191] Santo
Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles,
I, VII; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998),
43: AAS 91 (1999), 39.
[194] Indian
Bishops’ Conference, Declaración final de la XXX Asamblea: The Role of the Church for a Better India (8 marzo 2012), 8.9.
[207] Cf.
V. M. Fernández, «Espiritualidad para la esperanza activa». Acto de apertura
del I Congreso Nacional de Doctrina social de la Iglesia, Rosario (Argentina),
2011: UCActualidad 142 (2011), 16.
[210] Ibíd., 39: AAS 98 (2006),
250.
[211] II
Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 1: L´Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (29 octubre 1999), 10.
[212] Isaac de
Stella, Sermo 51: PL 194, 1863.1865.
[213] Nican Mopohua, 118-119.
[214] Cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, cap.
VIII, 52-69.
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